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Me he evitado por todos los medios leer o ver o escuchar o algo sobre el par de conciertos que
Paul McCartney, reseñas, críticas, podcasts, programas de televisión, etc. Todo esto, claro, después de haber vivido una de las experiencias más sui generis de la vida. No es por nada, pero las sesenta mil personas menos una que vieron al músico bajo la lluvia
(las personas, no el músico) me vienen valiendo reverenda sombrilla. Era un mundo subpluvial en el que sólo cabíamos dos. Una especie de burbuja parejera que nos aislaba, a
ella y a mí y nos inundaba de melodiosos temas interpretado por el más grande de los
Beatles vivientes.
El hombre que regrababa las canciones después de que sus
felas escarabajos salían del estudio para cambiar un par de notas que no le parecían, tocando cada uno de los instrumentos con la misma o mayor maestría que los ejecutantes originales.
El pasado viernes, el concierto en el mejor escenario en el peor lugar
(el caos a la salida lo demostró) distaba un par de horas de comenzar cuando mi amor de mi vida mía de mí y yo llegamos sin tráfico y con expectativa de lluvia. Parecía que llovería, aunque las nubes sobre el
Foro Helios, traviesas, se contoneaban al ritmo de la música amenizadora de la espera; iban y venían asustando a más de un gremlin que se paseaba entre los pasillos de la sección platino. Nada más que sillas de fiesta cubiertas por una módica bolsa de plástico destinada a hacer las veces de impermeable cuando Tláloc hiciera su triunfal aparición para llorar a los caídos y emocionarse con las leyendas.
La luz natural se acababa y mientras la espera se volvía desespera, mi mente volaba dieciséis o diecisiete años en el pasado cuando mi madre quería que yo aprendiera a tocar la guitarra. Recuerdo perfectamente mi primera guitarra, café de atrás y amarilla de adelante, con cuerdas de metal que me lasrimaban mis dedecitos. Yo le decía a mi santa madre de todos los ángeles que no quería ir a clases de guitarra, que mis dedecitos regordetes sufrían, primero al cargar un pesado estuche negro de mafioso y segundo, al inmolarse con tan agresivas cuerdas de lámina filosa.
"Voy porque tú quieres, no porque yo lo desee", siempre era mi respuesta. Mi madre solía callarme la trompa con una simple frase:
"Tienes que aprender para que le cantes a tu papá Let it be
". ¡Sopas!
Let it be era justamente la canción que me estaban enseñando. He de decir ahora que el profesor de guitarra no era para nada bueno, es decir, tocaba muy bien
(la guitarra) pero no enseñaba muy bien a tocar
(la guitarra). Todo lo que aprendí en el tiempo que fui a clases fue a pisar ciertas cuerdas en ciertos espacios con los dedos de la mano izquierda y a pellizcar con el dedo índice y el dedo mayor de la mano derecha la cuerda correspondiente en el agujero... y las notas se iban por el agujerooooo. Aprendí la melodía de
Let it be, las mañanitas,
Yesterday y ya. Las he olvidado ahora, así como olvidé el
Himno a la alegría y
Martinillo.
Mi padre, en ese entonces recién separado y divorciado de mi mamá, era demasiado joven como para haber sido fans de
The Beatles en su apogeo, aprendió a escucharlos por sus hermanos mayyores, me imagino. Yo me acuerdo del disco blanco que nunca escuché en acetato, pero sobre todo de
Sgt. Peppers con su portada multicolor y su reverso con las letras de las canciones y
Paul de espaldas. Recuerdo sobre todo mi canción favorita de ese disco:
She's leaving home... canción que a nadie le gusta, o al menos nadie le presta atención jamás, pero que tiene la letra más desgarradora que un padre pudiera escuchar. Entonces yo estaba lo más lejano que se pudiera a la posibilidad siquiera de ser papá. Ahora, el momento está cerca, y esa canción me parte el alma más que nunca.
Lo único que tenía claro es que desde siempre he sabido que la canción favorita de la vida de mi papá fue precisamente
Let it be. Mis
daddy issues volaban y se entregaban al maremoto de abrazos con Astrid y notas con Paul y palabras y luces tintileantes y agua cayéndome en el rostro y agua saliendo de mis ojos (verdes, hermosos).
Las luces se apagaron, Paul McCartney se sentó al piano y los acordes universales comenzaron.
Tun tuntuntun "
When i find myself in times of trouble...". El chillido de la muchedumbre
(aaaaaaaah) se escuchaba a lo lejos, pero yo sólo miraba al hombre de casi setenta años, casi nada encorvado ante el majestuoso piano cantando, sintiendo. En ese momento, las palmas de mis manos se abrieron, mi mirada se dirigió al cielo desde donde caían las lágrimas de mi padre por saber que yo estaba ahí, quizá cumpliendo uno de sus sueños o quizá no, pero estaba escuchando su canción favorita de la propia voz del autor y siendo ejecutada por sus propias manos. Me rendí, mi garganta se abrió y las estrofas salieron como si no fuera yo quien las cantara. Y no era, o en parte.
Solamente me faltan siete años para tener la edad que tenía mi papá cuando se murió. No sé de qué manera medir mi vida comparada con la suya, acaso no lo quisiera tampoco; lo que sí sé es que aunque no sea ni la mitad del hombre que puedo llegar a ser, sí soy muchísimo más del doble del hombre que era hasta hace un año. No debo cargar el mundo sobre mis hombros y sin embargo no me pesa ni me pesará jamás hacerlo, por ella, por ellos. Las noches solitarias están a punto de acabar y toda la completez que siento en mi pecho se multiplicará exponencialmente.
Terminó
Let it be y el silencio se rompió con un atronador aplauso que no pudo sacarme de mis pensamientos. Astrid estaba junto a mí, cómo desde siempre debió haber sido y como siempre será. Cerró los ojos, y entonces la besé ...
¡¡¡ letem bi lait !!!