martes, 12 de febrero de 2013

... When one burns one’s bridges ...

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Wild men who caught and sang the sun in flight,
And learn, too late, they grieved it on its way,
Do not go gentle into that good night.


Albert Camus y su profunda sabiduría, inspiradora de las más intensas palabras del apego (para mí), me ha hecho advertir, tiempo ha, que no es sencillo ser un pasajero más, ni tener como destino el olvido. Dylan Thomas lo sabe y en "Do not go gentle into that good night" eriza la piel al pronunciar las palabras más cargadas de dolor filial de las que tenga memoria. Seguidas de cerca por "Hombre preso que mira a su hijo".

El punto es que, por mucho que una quiera estar bien y sentirse bien, no se está del todo tranquilo cuando algo falta. Soy un hombre tranquilo que aprecia el silencio, pero al momento de escribir, no puedo ser un tipo de pocas palabras, lo siento, intento explicar com palabras lo que atribula a mi cucharoncito. La intensidad de una pérdida súbita no es comparable, por ningún motivo, al desgastante y tremendamente 'rompemadres' chipi-chipi de una pérdida anunciada. No es lo mismo morir de un tajo de espada justiciera al cuello, que esperar la eternidad que tarda una gota continua en ahogar.

Tengo una madre sumamente valiente. Yo la admiro. Es mi ejemplo a seguir y la imagen que tengo de ella, es la que quiero que tengan mis hijos de mí en su momento, no ahora ni en pocos años, eso sería mucho pedir. Lo que quiero decir, es que mi madre peleó por sus hijos de la manera en que mejor pudo, quiso o creyó. Y yo se lo agradezco. Le agradezco el que, aunque ni yo ni mi hermano nos hayamos podido dar cuenta, nos haya salvado del pantano. Le agradezco el que, a pesar de saber ya la verdad a esta edad adultísima que tengo, no pueda tener ni un solo recuerdo negativo de mi padre, ni una sola pelea, ni un solo grito, ni una sola bofetada. Lo que yo recuerdo de mi padre es siempre una sonrisa y unos grandes cachetes rosados cubiertos de pelo que me decían que yo era como una campana: "tan-galán-tan-galán".

Tal vez por eso, su ausencia incomprendida fue un poco más llevadera para mí. Hay cosas que algún día tendré que platicar largo y tendido con mi hermano, porque la diferencia de cuatro años de vida es en realidad toda una vida. Yo era un prepúber cuando mi papá se murió. De cirrosis. Lo entendí aunque no del todo. Y entre todas las cosas que aún me duelen y que no van a dejar de doler nunca, está el no haber entendido cómo es que mi hermano lo entendió. Yo tenía doce años y una vergüenza tremenda de decir: "mi papá se murió porque tomaba mucho", es más, con una vergüenza tremenda de decir: "mi papá se murió, punto". No me pidan entenderlo porque ni siquiera yo lo sé. Ahora soy un adulto y sé que la muerte es algo natural, infinitamente doloroso e inevitable, pero natural; pero en ese entonces, hace dieciocho años ya, yo no quería que mis amigos se enteraran que mi papá se había muerto, yo no quería que nadie supiera que me estaba doliendo, y de qué manera, el alma. Yo quería que mis amigos me entendieran y que supieran lo que yo sentía. Quería -y es la primera vez que exteriorizo esto- que se murieran los papás de todos mis amigos para no estar solo en el ojo de este dolor que me quemaba por dentro.

El día que se murió mi papá bajé junto con mi hermano a jugar futbol con los cuates de la cuadra. Metí dos goles y corrí como desesperado por todos lados. En la noche lloré como nunca en la vida, solo. Y no estaba solo, mi mamá y mi hermano y Dios estaban conmigo, pero yo estaba inmerso en esta ola creciente de pena que era incapaz de verlo.

Ahora no me imagino qué ni cómo habrá sido todo ese proceso para mi hermano, que en ese entonces tenía ocho años. Menos puedo imaginarme, en este momento, cómo sería algo así en un niño más pequeño, o en una niña, según sea el caso. Por muy inteligentes que sean, por muy perceptivos que se ufanen, hay cosas que la mente de un niño no puede procesar; y sin embargo lo saben todo, se dan cuenta de todo, aprenden y callan. Dios quisiera que aprendieran bien, pero es verdad que la mayoría de las veces, lo aprenden todo mal.

Pocas veces me permití el abandono a mí mismo. Cada quién tiene sus dolores bien puestos en el tuétano y no es papel de nadie el sacarlos. Pero desde que tengo hijos, e incluso antes, cuando la idea de ellos se hacía más real cada vez, cuando me sentí listo para el terrible reto de ser papá, supe que no quería ser un papá como el mío, no por nada, digo, no por él, de él no tengo queja alguna; por mí, porque no quería que mis hijos fueran unos hijos como yo. Supe que quería evitar en la medida de lo posible, que el alma de mis pequeños sufriera algún desgarro en sus primeros años, y en los siguientes si me seguía siendo posible. Sé que no mantienen en la memoria mis gritos cuando me sacan de quicio, pues al instante después me sonríen con esa luz tan suya que les sale de la carita mas hermosa del mundo. Quiero imaginar que mi papá sentía lo mismo cuando mi hermano y yo lo mirábamos así, tan alto y tan fuerte y con esa voz que estremecía al hablar y con esa barba negra y con esos lentes enormes que hacían parecer que sus ojos podían ver a través de tu alma. Quiero pensar que mi papá se murió feliz de tener los hijos que tuvo, pero yo no me quiero morir hasta saber que mis hijos van a ser felices conmigo o sin mí.

Puedo pecar de ser el más egoísta, pero si en este mundo existe algo que no puedo soportar, es ver a alguien haciéndose daño, a alguien que me importa y que quiero. Y lo que más quiero en la vida es que la gente sepa que no importa que los pingos se los lleven, que la fuerza de imponerse un comportamiento a voluntad está ahí. No quiero ver a mis hijos sufrir, si ellos sufren, sufro yo, y yo no quiero sufrir. Si eso me hace egoísta, bienvenido sea el epíteto. Todos los días lucho contra mis demonios que me piden que coma otra hamburguesa, que me quede cinco minutos más dormido, que tome un taxi en lugar de caminar, que deje para mañana lo que debo hacer ahora, en fin. Todos los días me despierto a ver a mis hijos dormir tan tranquilos como quiero que sea siempre. Todos los días saludo: "buenos días, alegría" al amor de mi vida, porque sé que la dicha más grande que me ha permitido vivir Dios es el despertar todas las mañanas a su lado. Todos los días quiero decirle a mi mamá que la quiero y que es la influencia más importante en mi vida, aunque sea por un mensaje. Todos los días siento la necesidad de crecer con ellos, con todos.




And you, my father, there on the sad height,
Curse, bless me now with your fierce tears, I pray.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.








¡¡¡ letem bi lait !!!







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