viernes, 27 de agosto de 2010

... Quítense tenis y ya ...

.



En el capítulo anterior me prometí a mí mismo y a mis fieles, fieles lectores que expondría mis ideas sobre el uso y abuso de las zapatillas deportivas, blancas y no tanto. Pues bien, después de mucho deambular de ideas, el momento ha llegado, he aquí la más profunda disertación sobre el uso correcto y generalmente incorrecto de los llamados tenis.

Desde tiempos remotos, los seres humanos han intentado por todos los medios encontrar la comodidad. Entendiendo la comodidad como esa profunda sensación de bienestar tanto físico como mental; entendiendo, a su vez, el bienestar como flotar entre algodones.

Quiero decir, en este momento, que no soy el más adecuado para definir la sensación de flotar entre algodones, ya que el dolor persistente en todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo, y es que como yo estoy aquí para contarlo todo (todo lo que se me ocurra), al momento de escribir estas líneas, me encuentro postrado cual Stephen Hawkins en mi cama con la computadora en la panza (que desaparecerá en los próximos meses (la panza, no la computadora)).

Luego entonces, creo que, si han sido observadores, hemos descubierto un patrón fetichista. No estoy solo en esto, no claro, el nivel de obsesión que les manejo en cuanto a los pies humanos y sus cubiertas, no puede ser calificado más que como interesante.

Por principio de cuentas, los tenis buenos y bonitos no son nada baratos, al contrario, son ridículamente caros. Cierto es que por decreto universal y para evitar que los hombres se homosexualicen cada vez más, los zapatos masculinos son mucho más costosos que los de mujer. ¿Por qué? Ah, la razón es simple: Si fueran baratos, miles de hombrezuelos de todas las calañas gastarían grandes cantidades de dinero en presumir sus pies, ja, si lo sabré yo. Sentimiento tan viril y masculino ese de querer competir siempre, aunque sea tácitamente por los apéndices corporales.

Entonces, tenemos que los tenis son caros, sí, pero además son horribles. Hechos con las partes más marranas de la piel de los animales y hechos por las manecitas inocentes de niños y no tan niños taiwaneses, están llenos de bolas por todos lados, son blancos como tiza podrida y las agujetas son tan largas que dan miles de vueltas alrededor de los orificios y/o arneses aplicados para tal fin.

Los peores son los tenis blancos. Quizás es un viejo trauma preparatoriano, cuando en la estricta escuela franciscana era menester obligatorio el portar tenis límpidamente albos para la clase de deportes. Lo cual era en sí una soberana tontería, ya que la mayor parte de esta clase tenía lugar en una improvisada cancha de futbol que lo que menos tenía era pasto. Los más estrictos llevaban tenis Panam, que eran los que, en ese entonces, mantenían su completo color blanco. Recordad que hablo de la década de los noventas, esos horribles noventas, en donde Michael Jordan y sus tenis Air Nike dominaban el mundo. Donde todos los que jugábamos básquetbol queríamos ser Jordan o ser Dominique Wilkins o ser Anfernee Hardaway, o al menos tener sus zapatos. Cosa imposible en el Instituto Mamila que censuraba cualquier parte no blanca de nuestras zapatillas deportivas. Los más rebeldes soportaban castigos y manoseos por parte del director con tal de portar sus tenis favoritos. Los más extraños, como yo, nos la ingeniábamos para evadir la norma: con una tiza nueva, tapábamos por completo las zonas no blancas del zapato, justo antes de entrar a clase de deportes, los maestros, carentes de criterio no tenían como negarse a aceptar esa nueva versión de blancura. Luego entonces, odio con singular alegría los tenis blancos, todo por hacerme arruinar a mediano plazo mis tenis favoritos.

Al igual que los zapatos blancos, que no se le ven bien ni a las enfermeras ni a los estudiantes de medicina, los tenis blancos no se ven bien. ¡NO SE VEN BIEN! Por ningún motivo y bajo ninguna circunstancia deben ser usados. Mucho menos con pantalones de mezclilla.

Y es aquí donde viene el segundo punto a discutir: ¡Los pantalones de mezclilla jamás fueron concebidos para ser usados con tenis! Es una profunda ofensa en contra de los pioneros trabajadores de la construcción, justicieros del salvaje oeste y mineros el utilizar ese honorable instrumento de trabajo que es el jean, con tan colosal y sátrapa calzado. Ciertas excepciones son aplicables, pero nunca justificables. El domingo, siempre es preferible ponerse tenis debajo del pantalón de mezclilla, que zapatos de vestir, que por su parte, ¡jamás debe suceder!

Los pantalones de mezclilla son para usarse con botas de trabajo, preferentemente cafés. ¿Se han preguntado alguna vez por qué la mayor parte de los jeans tienen etiquetas marrones? ¡Precisamente porque el azul se hizo para ser combinado con el café! Nunca jamás en la vida se debe utilizar la mezclilla con zapatos formales, ni camisa, saco y corbata. A menos que, claro, seas argentino, ridículo, bigotón y te apellides Lavolpe.

Sólo los niños deben utilizar tenis completamente blancos, ese contraste en la parte baja del cuerpo no le ayuda en nada a las proporciones ni a las percepciones.

No es tan grave, es decir, cada quien es libre de ser folclórico a la manera en que mejor les pluga; sin embargo, si se cruzan en mi camino, corren el riesgo de ser objeto de reiteradas burlas concernientes a su accionar, a su vestir y si me apuran, a su caminar.





¡¡¡ letem bi lait !!!

lunes, 23 de agosto de 2010

... En busca del valle encantado ...

.



Alguna vez di un instructivo un poco detallado y un mucho manchado acerca de los gimnasios y su fauna particular. Hoy, contaré de mi enésimo primer día de gimnasio en busca del cuerpo perfecto para gustarle más a mi mujer que los anuncios de Dior.

Como buen ciudadano ignorante, he firmado un contrato como conejillo de indias, me pagarán dinero por aprender a hacer cosas que después haré y me pagarán dinero. Por lo tanto, mis horarios en las siguientes semanas serán, por decir lo menos, horribles, sin horas de entrada ni de salida; pero, en compensación, cortos, cortísimos. Hoy, por ejemplo, entré a las doce y salí a las cinco. Nada mal, creo

Con el tiempo como mi mejor aliado, decidí por fin evitarme los pretextos y acudir al gimnacio con mi pans, cinturón y guantes, además de una toallita, aunque olvidé un cilindro con agua.

Entonces me topé con otro hombre comprometido con su país, trabajador y asertivo, haciendo ejercicio a las ocho de la mañana. El pobre hombre corría y corría por la máquina de banda sin fin y gemía gemidos gemidosos de cuando en cuando. Nada para escribir a casa. El problema llegó cuando me acomodé en la máquina junto a la suya, hago eso que hacemos todos los hombres cuando nos encontramos a un congénero: comparar mi estatura con la suya. Quedé satisfecho al comprobar que, si me mantenía completamente erguido y derecho, le llevaba unos buenos centímetros de ventaja; pero al mirar hacia abajo, me encuentro con un par de pies que parecían salidos de los más profundos anales de Liliput. ¡Un par de papas de cambray envueltas en zapatillas deportivas blancas! (Que por su parte, jamás, jamás de los jamases, deben ser utilizadas)

No pude contener una risotada que disfracé de cansancio y tos.

¿De verdad puede un hombre vivir con pies tan pequeños? ¿Se lo llevará el viento mientras espera el autobús? ¿Se caerá en cualquier frenón del metro por leve que sea? ¿Tendrá que dar dos pasos en cada escalón aunque sea una de escalera de caracol? ¿Se mojará la camisa cuando lava los trastes por estar más cerca de lo normal?

Todas estas interrogantes no dejaron de revolotearme en la sesera y mientras tanto, miles y miles de hombres caminaron junto a mí con sus pies pequeños en busca del valle encantado, dando millones de pasitos para llegar a su destino. Hombres altos con pies pequeños y hombres pequeños con pies aún más pequeños.

Nunca me había puesto a pensar en lo afortunado que soy al tener estas patotas de tamal con que Dios me bendijo: ¡Mis sandalias me sirven para caminar sobre la arena como sobre seda! ¡Si me coloco en buena posición, jamás me caeré en el transporte público! ¡No puedo utilizar esos espantosos y homosexuales zapatos puntiagudos que están tan de moda!

Es que, no conozco en verdad la medida estándar en pies de hombres. Sé que depende enteramente de la talla y el peso, de la alimentación durante el crecimiento incluso. De cualquier manera, arbitrariamente he implementado la nueva clasificación discriminatoria para que le regalen zapatos a sus hombres.

- Hombre de más de 2.00 mts. = ¡No me preguntes MONSTRUO, cómprate un par de bambinetos!

- Hombre de entre 1.90 mts. y 1.99 mts. = Calzado de esquiador o botas de luchador del número nueve.

- Hombre de entre 1.80 mts. y 1.89 mts. = El calzado de las estrellas, lo mejor de lo mejor, zapatillas de Rey, tenis Jordan y zapatos Doble-Ferragamo del número ocho u ocho y medio.

- Hombre de entre 1.70 mts. y 1.79 mts. = Zapatos medianos, tenis Reebok, Hush Puppies y Capa de Ozono del número siete.

- Hombre de entre 1.60 mts. y 1.69 mts. = Bubble gummers, Baby Caterpillar, chanclas meadas, zapatitos de charol con agujetas de color de rosa y babuchas de Hecali del número seis.

- Hombre de entre 1.50 mts. y 1.59 mts. = Zapatillas de Marylin Mensón, zapatos de tacón, huaraches de sorgo, chanclitas hechas con pvc reciclado y alpargatas del número cinco.

- Hombre de menos de 1.50 mts. = ¿Tú qué? ¡Ni existes!








¡¡¡ letem bi lait !!!

miércoles, 18 de agosto de 2010

... ¿Tienes el valor o te vale? ...

.



Muchas veces, nos enfrentamos a decisiones fuera de lo común, preguntas cuyas respuestas no parecen tener demasiados efectos a posteriori y que, sin embargo, pueden causarnos serios dolores de cabeza en el futuro cercano o lejano.

Expertos y no tanto dicen que los diecisiete años es la peor edad para elegir una carrera. No necesariamente. Para algunos privilegiados, la vocación siempre fue vocación y el plan de vida y conocimientos y habilidades y demás mafufeis que les aclaran la mente estuvieron siempre presentes. Se escuchan casos de arquitectos que construían legos, de médicos que destripaban sus Lotsos y políticos de izquierda que se golpeaban la cabeza incesantemente con un martillo.

Mi caso es de cierto diferente. Es verdadera la historia que me sitúa a los cinco años escribiendo mi primera obra de teatro. Nada impresionante si tomamos en cuenta que Mozart tocó para la emperatriz de Viena cuando tenía seis años, y que mi obra, aún inédita, jamás fue leída por nadie pues es francamente lamentable. También es relevante contar que si algo tiene que ver la sangre en todo este asunto de la estudiada, mi papá se pasó la vida fluctuando entre empleos que le permitieran ejercer su verdadera vocación: el teatro y las letras. Que también son las mías, creo.

Desde hace años sé que lo que quiero hacer y no dejar de hacer por el resto de mi vida petaca es escribir, crear. Contar. Contar cosas, no números. Aún así, también he fluctuado entre ocupaciones de lo más diverso, aunque siempre siguiendo sus pasos: medios, cátedra y gobierno. No hay mucho más que decir aún, estoy comenzando un empleo que lo que más me ofrece es estabilidad. Estabilidad entendida como tranquilidad de que mis y nuestras necesidades básicas estarán cubiertas y entonces podré tomarme algún tiempo del poco o mucho que tenga libre para continuar con este blog, y otros blogs y otros proyectos. Lo mejor de todo, es que este trabajo me dará oportunidades enormes de conocer gente, por lo tanto, conocer historias y acrecentar mi acervo de anécdotas chistosas o no, dramáticas o no, que después podré utilizar, o no.

La cosa es así. Por momentos llegué a arrepentirme de una decisión tomada hace siete años, pues no se veía en el horizonte una oportunidad que me diera justamente eso. Hace siete años, cuando dejé todo por seguir a una mujer (como todo hombre que se precie de serlo debe, al menos una vez en la vida), alguien me preguntó: ¿Qué prefieres: trabajar en algo que te guste o ganar dinero?

Mi respuesta fue obvia. Entonces, la opción para ganar dinero era entrar con una tranza al ISSSTE mediante la compra de una plaza, tranza que me garantizaría una vida de mediocridad. Por el contrario, la opción que elegí me llevó a una estación de radio a aprender en vez de aburrirme como ostra.

Ahora sé que todo el camino andado me trajo a este lugar, con la mujer más maravillosa del universo universal y con todos los sueños por delante y ya al alcance de nuestras manecitas.

Y ustedes, ¿prefieren trabajar en algo que les guste o trabajar en donde ganen dinero? (No se vale decir que las dos ¬¬).




¡¡¡ letem bi lait !!!

martes, 10 de agosto de 2010

... Yo no te pido la luna ...

.



Algo hay de mariachi en mí que me impide pedir. Los que más me sobreestiman dicen que es porque me siento superior a todos y por eso soy incapaz de pedir nada prestado. Yo no lo creo; es verdad que me siento superior a todos, bueno, no, ¡lo soy! Pero esa es otra historia y debería ser contada en otra ocasión. Lo verdaderamente relevante de todo esto es que me siento verdaderamente incapacitado para pedir cosas prestadas, ya sea dinero o posesiones.

He pensado y repensado que puede deberse a diferentes cosas, cada una aplicable a determinadas situaciones que pudieran o no acontecer. Explico:

Por un lado, está mi timidez galopante que sólo se puede entender al ver el violento mundo en que vivimos. Nerds y vivales enfrentados en la eterna lucha de poderes en la cual no cabe un chico lindo. Los nerds siempre serán nerds, no importa qué tan de moda se pongan, y yo, a pesar de poder ser el rey de los ñoños, no me veo renunciando desde morro a ese dulce, dulce placer que representan las mujeres. Tampoco, por supuesto podría ser un vivales, pues esa misma timidez galopante me anticipa y no me deja burlarme de los demás -en su cara, por supuesto-.

Cierto es también que el complejo de superioridad denota a su vez alguna traza de inferioridad. Les digo a todos que me creo mucho, se los hago creer para que no se den cuenta de mi falta de autoestima. No soy psicólogo yo pero, no estoy de acuerdo con este postulado. No al menos en mi caso. Es verdad que a veces me siento malo, inútil y desechable, pero generalmente eso tiene que ver con el estado que guarde mi irreconocible cabello. Un bad hair day puede arruinar mi ánimo mucho más que el rechazo a una solicitud de empleo o que mi mujer me diga tedejo; pero también debo reconocer que lo mío ya no es una serie de desafortunados bad hair days, sino una larga y compleja bad hair life. Acéptolo, mi cabello es un desastre hipercreciente.

Pero me desvío del tema. Me cuesta mucho trabajo pedir prestado. La tesis que he aceptado es la de la herencia. Mi abuelo jamás creyó en los bancos y cuando lo hizo, se endeudó hasta el cuello tomándole décadas subsanar el préstamo con miles de intereses. Mi madre compraba juguetes distintos, individuales e indivisibles para mí y para mi hermano con el fin de que no intercambiáramos ni prestáramos; curiosa manera de educar que no necesariamente comparto, pero funcionó, de alguna forma. Invariablemente, cada que mi hermano y yo intentábamos algún trueque, terminábamos a gritos y golpes cual sindicato y empresa.

Sería yo un pésimo niño de la calle. Me refiero a que seguramente pasaría de largo frente a la inmensa mayoría de las personas antes de estirar la palma de mi manecita de princesa en busca de una generosa dádiva de la caridad. ¡No señor! Si fuera un niño de la calle yo, me sentaría con mis mejores y menos mugrientos harapos a esperar a que las almas condicionadas por su bondad intrínseca, se apiadaran de mi hambruna y me regalaran un par de mendrugos para llevar a casa.

Solicitar empleo también ha sido un suplicio de vida. O estoy sobrecalificado o mis pretenciones salariales les parecen estratosféricas a los pobrecitos hombres y mujeres de recursos humanos que me han entrevistado a lo largo de esta vida petaca. A mi primer empleo en la radio caí del cielo, según palabras de mi entonces jefe. Al corporativo fraudulento mandé una solicitud, me llamaron, me entrevistó un takataka en inglés medio chafa y me dijo que me había quedado. A la segunda radio entré por recomendación, y con cinco patrocinadores detrás, ya quería ver yo el productor que no me contratara. Después, por casi tres años fui mi propio jefe y no tuve que pedir trabajo a nadie. A la televisión del infierno cancunense llegué casi por casualidad cuando ya me estaba viendo sirviendo café en Starbucks o hamburguesas en McDonald's. Al malhadado Boletín entré después de una tortura de entrevistas y más entrevistas. Ahora, justo en este momento estoy esperando una respuesta que interiormente conozco ya, pero que debe ser corroborada con una enredadera de bits que pongan mi nombre o mi CURP en una pantalla; no ha sido fácil, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.

Lo peor en la vida para mí es pedir dinero. No me gusta prestar, por lo tanto no me gusta pedir. Aunque sé que lo pagaré, en plazos o con intereses, no me gusta pedir. Siento que muero un poco cuando pido dinero prestado, a mi familia, amigos, conocidos o a quien sea. Me siento mal, sudo por todos lados y enrojezco como saladet. No me gusta exponerme ante los demás y creo firmemente que el pedir dinero prestado es una manera tácita de aceptar la debilidad y la necesidad. No que sea malo por fuerza, sino que hay ocasiones en las que preferiría contar mis monedas de a peso que pedir prestado para el metrobús. Es extraño. ¿O lo soy yo?

¿Alguien lo había pensado?



¡¡¡ letem bi lait !!!

martes, 3 de agosto de 2010

... El enemigo inexorable ...

.



Los minutos se evaporan como ínfimos charcos a medio día, las horas vuelan como cuchillas de polen directo a la nariz de un asmático y los días se esfuman como la muralla china en manos de Copperfield. Los años pasan y los lustros y las décadas hacen lo propio. Verdad de Perogrullo que sin embargo, pesa y cala; se nota en las arrugas de la frente; en la falta de cabello, y en las manchas de edad; en la voz titubeante; la sonrisa y el ánimo perdidos, y en el corazón roto de los queridos.

Es un lugar tan común llamar despectivamente viejos a los viejos. Siendo ésta, una palabra descendiente de las más bellas virtudes del ser humano: el conocimiento y la verdad. Como se dice comúnmente, la eufemia insulta más acaso que las palabras simples y llanas. Decirles adultos mayores o adultos en plenitud a los que van en plena y notoria decadencia no hace sino acrecentarla al descubrir la falacia.

En la época primitiva, los ancianos eran valorados como la luz y el conocimiento del mundo, su memoria llegaba hasta los inicios de la vida y su visión se extendía más allá del entendimiento de los demás. Alcanzar una edad longeva no era fácil y era una hazaña digna de bendecidos. Pero más pronto que después, la vejez fue considerada apenas más que una tara por los griegos antiguos; adoradores de la belleza como pocas civilizaciones (que se respeten), veían con incredulidad como las finas facciones de un adonis se deterioraban sin descanso ni medida con el paso del enemigo inexorable, el tiempo. Después, hebreos, romanos y medievales tuvieron sus ires y venires con respecto a sus relaciones con los viejos. Y así ha sido hasta ahora.

La disminución de las capacidades físicas e intelectuales se acelera inversamente proporcional a la rapidez con que se aprende en la infancia. Las conexiones mentales no funcionan de la misma manera que en la madurez y los recuerdos se borran. O no.

Hay ciertas condiciones que hacen que los recuerdos permanezcan pero que se sea incapaz de generar nuevos. Algunos viejos recuerdan vívidamente detalles de su primer día de escuela pero olvidan si ya se tomaron tal o cual medicina esa noche. Otros mantienen recuerdos que han creado de la nada; casi siempre, recuerdos indignos, infames o difamatorios; para ellos mismos o para los que los rodean.

Los demás, los que rodean, los que se mantienen en el entorno del viejo tienen la tarea, no, el deber de saberlo. De darse cuenta de lo que sucede y de no tomar las cosas tan a pecho, no importa cuanto duelan. Porque duelen, duelen de verdad.

Para allá vamos todos, algunos antes y otros después, pero todos sin excepción nos enfrentaremos a la edad, al deterioro y en algunos casos, al abandono y al olvido. Olvidados en algún sitio solitario u olvidando quienes somos y hacia donde vamos y de donde venimos. Olvidando quienes nos quieren y a quienes queremos. Olvidando la diferencia entre el bien y el mal y perdiendo los límites de nuestra conducta. Quizá no sea tan importante o quizá sea parte de las pequeñas tragedias que suceden al interior de cada familia que, sin hacer mucho ruido o alharaca, amenazan con deshebrar como queso oaxaca los delicados lazos de sangre que los mantienen unidos, ya sea en esencia o en presencia.

... no es sencillo acostumbrarse a ser un pasajero más ...



¡¡¡ letem bi lait !!!

Related Posts with Thumbnails

... Gracias Dios por los dones que voy a recibir ...