miércoles, 12 de junio de 2013

PELANDO LA BANANA. Los dominicos. Volumen V.

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Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida -hasta entonces-, como en el lapso comprendido entre diciembre de 2010 y julio de 2011. Tres mini moronas se agolpaban en la panza de Astrid y yo, pendiente de todo lo que pudiera o no necesitar, comenzaba a ponerme más y más ansioso conforme el reloj y el calendario corrían.

El final del año 2010 y el comienzo del 2011 trajeron trabajos nuevos y una renovada y suficientemente relativa solvencia para enfrentar nuestro mayor reto como pareja: el ser papás. La casa galleta refulgía con cada aditamento que llevábamos para los bebés, ora unas calcomanías para su cuarto, ora una cuna, ora un par de pañaleros de PUMAS. No sabía hasta ese momento qué tan feliz me haría ver una cara regordeta y mugrosa mirándome, pero me lo imaginaba. Y las uñas comidas y la frente aperlada y las ansias embotadas y las ganas explotando, me carcomían la mente con ideas futuras y poco realistas.

Quería que el tiempo corriera para tener en mis brazos un bebé, pero también quería que el reloj corriera el doble de lento para tener a mi esposa solo para mí; aunque desde que tomamos la decisión de ser padres, supimos que habíamos dejado de pertenecernos de manera exclusiva. Yo siempre se lo he dicho y lo repito sin ningún tipo de tapujo: Astrid es mi vida entera. Por supuesto que mis hijos están incluidos, pues ya no es posible concebirla sin ellos, y a ellos sin su mamá.

La panza crecía a un ritmo descomunal, mientras que la mía -por un acuerdo previamente pactado-, disminuía también de forma fenomenal. Nunca en la vida estuve tan delgado y nunca en la vida me sentí tan fuerte como cuando Astrid estaba embarazada, mientras más embarazada estaba ella, más flaco quedaba yo. A mi cabeza venían frases como aquella que manifiesta que nunca se sabe qué tan fuerte es uno hasta que ser fuerte es la única alternativa disponible. Ella se volvió mi centro de gravedad, el ancla que mantenía mis sueños reales y funcionales, la manivela que me hacía funcionar como buen hombre de lata. Además, los agotadores trayectos manejando entre el tráfico matutino hacia el ginecólogo y el neonatólogo y demás logos, eran parte ya de nuestra rutina; también, el ir a dejar a Astrid al trabajo e irme al mío. Jamás voy a agradecerle a mi jefe lo suficiente por esos días en que legar tarde o salir temprano se convertían en obligaciones, pero siempre lo he mantenido así: mi familia y su bienestar es primero que todo.

Y manejaba, señores, como nunca en la vida y hasta con los ojos cerrados cuando el cansancio era ya extremo. Con el gusto en los cachetes y el doctor confirmando que dos galletotas completas y enormes estaban creciendo perfectamente en el vientre de su mamá, nos dimos a la tarea hercúlea de escoger los nombres ideales. El acuerdo era que yo escogería los nombres masculinos y Astrid los femeninos, obviamente dentro de los ya escogidos.

Alrededor del cuarto mes, el doctor miró entre las piernas de mis fetos y dijo con toda seguridad: "¡Son dos niños, bueno, eso parece, el próximo mes podré decirlo con certeza!". Mi cabeza explotó y la de Astrid también. Visiones hermosas del futuro se constituyeron en mi imaginación, visiones de deportes y gritos en el estadio, visiones de tacleadas y juegos rudos, visiones de niñas guapas visitando mi casa. Mateo y Rodrigo serían los elegidos.

Mis propias obsesiones -además del acuerdo establecido-, me hicieron buscar un segundo nombre a juego con sus apellidos. Originalmente, y en pleno homenaje a mi papá, yo quería que uno de los niños llevara el nombre de José, y gratamente, coincidía que el nombre del papá de Astrid también es José (Juan). Astrid misma quería que uno de los niños se llamara como yo, así que las propuestas originales eran Luis Mateo y José Rodrigo. Pero entonces el portero de España apareció en el horizonte, y el cada vez más vasco nombre Iker no dejaba de rondarnos la cabeza. Iker Rodrigo no era una opción, la cacofonía y reverberación de las R-R no me dejaban vivir en paz. Iker Mateo sonó mejor, corto y contundente: "La buena noticia del don de Dios". Luis Rodrigo cobró vida entonces: "Guerrero rico en gloria".

Mateo llegaría al mundo como primero anunciando la bienaventuranza del nacimiento de ese par de estrellas que cambiarían nuestra vida por completo. Rodrigo llegaría de escolta trayendo la gloria para todos nosotros. Todo, los tres estaban perfectos, yo con eso ya estaba en el cielo.

A simple vista y habiendo observado siempre los toros desde la barrera, esto de la paternidad parecía muy sencillo; vamos, todo mundo lo hace, más de lo que deberían, creo. Gente fea va y gente fea se viene y se reproduce, trayendo chamacos gritones y feos a este valle de lágrimas y, uno como quiera, ¿pero las criaturas? Por eso digo que en un rápido vistazo, eso de ser papá parecía lo más fácil del mundo, como si todos lo entendieran como yo, como si todos lo gozaran como yo, como si todos lo vivieran como yo. Quizá. Mis uñas se salvaban por milésimas de milímetro, mi cuello me llamaba para que lo convirtiera en un campo de batalla contra la neurodermatitis.

Estaban a punto de llegar y mi convicción de tenerlos siempre a la vista se hacía cada vez más determinada, y sin embargo, siempre estaría la cosquilla de lo que puedan o no estar haciendo: Si se despiertan en la noche con un llanto indefinido e indefendible, si al aprender a gatear se dan trescientos mil sopapos contra el piso cuales humanos Bambis, si con sus primeros pasos se estrellan contra la orilla de la mesa, si el librero se convierte en un perfecto escalódromo de bebés, si se raspan las rodillas al caer de la patineta, si su tío les regala su primera motocicleta, si ese niño gordo y horrible les quita su almuerzo, si esas niñas malas les rompen el corazón, si se mueren de miedo cuando vayan a nacer sus propios bebés.

Después de todo, uno no viene a la vida a sufrir, no es el trato. Sufre quien quiere. Estaba listo para gozar a mis bebés hasta que, sin dejar de ser "mis bebés", emprendan el vuelo hacia sus destinos particulares. Después gozaría sus presencias tanto como sus ausencias; sus llamadas y sus silencios, y sus abrazos y sus desdenes. Sin reproches, después de todo, la vida estaría sido buena conmigo al permitirme conocerlos, ser su padre y su guía y su mentor y demás.





Parte de esta serie:







¡¡¡ letem bi lait !!!







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