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El año en que cumpliría 14 comenzó de una manera muy intensa. Con los compañeros de escuela, habíamos ido en bola y en camión guajolotero a las faldas del volcán Popocatépetl a juguetear en la nieve. Los más osados ya se veían escalando hasta más allá de Paso de Cortés cual modernos Hillarys, mientras que los más tranquilos y/o emparejados sólo queríamos aprovechar el frío para acurrucarnos cerca cerquita. Para entonces yo era noviecín de una chica de madre holandesa que era más de un año mayor que yo, estaba a un par de semanas de cumplir 15 años y yo a cinco meses de cumplir apenas catorce. Tampoco era que fuera a durar toda la vida. Mi profundo sentido del ridículo me hizo negarme por todos los medios a bailar con ella en su próxima fiesta, la cual ya estaba toda planeada.
El viaje no resultó lo que esperábamos pues después de subir y subir, la cuesta abajo se hizo pesadísima y entre todos contratamos a una camioneta estaquitas para que nos devolviera a nuestro guajolotero. Al hacer la cuenta final estábamos un integrante corto; el primo de mi holandesita no estaba y el pánico se apoderó de todos. Llanto y gritos desesperados precedieron por largos minutos hasta que, bajando pesadamente el camino, el primo bajaba en completo estado de shock y con un brazo prácticamente destrozado.
Sobra decir que la fiesta no podía cancelarse, pero sí cambió de estilo, en vez de hacer una gran ceremonia con vals y chambelanes, se hizo una techno-party como estaba de moda en esos días. Vestidos estrambóticos y nada de corbatas serían la norma en ese caldo de hormonas despertando. Los noventas estaban a la mitad y no siquiera recuerdo mi alocado atuendo, pero debió de ser extremadamente infame.
Liberado por anticipado de las obligaciones de novio, me dediqué a tomar refresco y ver cómo todos los demás sacudían sus hormonales esqueletos al ritmo de Scatman John. Mi amigo el científico se sentó junto a mí y juntos, con sólo ese poder que un par de buenos nerds son capaces de tener, nos reíamos tanto de todos. Hasta que llegó ella a sentarse entre nosotros.
Una chica de piel blanquísima y pelo negrísimo con los labios pintados con el rojo más intenso y rojísimo que había visto. Mi mandíbula me llegó hasta el suelo cuando se acercó a mí y me besó en la mejilla diciéndome su nombre. No tenía más de catorce años y su cuerpo era ya el de una mujer digna de su ralea. También saludó a mi amigo el científico que de igual manera se había quedado boquiabierto.
Platicamos toda la tarde, al menos tanto como se puede platicar cuando la voz de Gillette cantando Short Dick Man taladraba los oídos con sus subidos decibeles. En un momento, La gótica temprana tomó mi mano y me llevó a la pista, contraviniendo mis más profundas convicciones, quería ver al adolescente caliente que fuera capaz de decirle que no a esa hiper-niña. Mi amigo el científico se levantó y nos siguió para no quedarse atrás. Sin el menor sentido del ridículo, moví mi lindo cuerpecito junto a su hermoso cuerpazo mientras tarareábamos Knock kncok knocin’.
No sé ni le pregunté después qué había pasado entre ella y mi amigo el científico, lo que me interesaba era ir a su casa y verla y seguirla viendo, y besarla claro. Y fajonear con esos torpes fajoneos de puberto precoz. Ella me enseñó a jugar ouija y me enseñó las primeras heridas de navaja en sus brazos. Me enseñó fotos de piercings increíbles provenientes de revistas que jamás había visto. Me hizo probar por primera vez la sangre de otra persona cuando se cortó un dedo con un rastrillo.
El fin llegó justo ese día, cuando después de meter su dedo en mi boca y darme el rastrillo, me negué rotundamene a cortar mis suavecitos dedos. Sobra decir que no quería que el espíritu maligno de Gilgamesh o lo que sea se apoderara también de mi alma.
Aún conservaba mi pureza y castidad y sin embargo, el haberla visto hacerse daño y el tener la fortaleza suficiente de decir que no, me hicieron perder un poco la inocencia. Creo …
Parte de esta serie:
¡¡¡ letem bi lait !!!
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martes, 13 de enero de 2015
PELANDO LA BANANA. La cáscara. Volumen VIII.
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