Dicen los que saben e inventan, que los mayores y más terribles miedos siempre son descendentes, en todas las acepciones. La cuenta de los años corre inverosímil y crece hacia arriba, cual enredadera, devorando y cubriendo todo a su paso. En nuestro moderno y modernista sistema métrico decimal, los números cerrados son panacea, sin embargo algo pasa, algo importante y relevante sucede siempre en los puntos intermedios, justamente en el de la mitad; el cinco y sus múltiplos que no corresponden a las decenas son sólo uno de los diez números mágicos que existen en el mundo.
Mis hijos nacieron un día quince. Éste es el año quince, dos mil quince. Atrás quedó el espantoso dos mil catorce sin tantas secuelas graves y sí con mucho para escribir a casa. Sólo falta que Mateo y Rodrigo tengan quince años para cerrar el círculo, pero para eso aún falta un tiempo ya no tan grande.
El quince de julio cumplieron tres anos, y de entonces para acá, han madurado lo indecible, inconmensurable, a veces inestable. Ya no son unos bebés, son niños grandes que van al baño y comen solos. Además de tener consigo la enorme bendición de contar con su mejor amigo junto desde siempre, desde su inmaculada concepción hasta el final de sus días -que para eso falta aún más y, con suerte, yo me habré ido antes-.
El quince del quince es su cumpleaños cuatro, y ya más cerca que lejos, me permito hacer un resumen lo más corto posible de su vida: la mía.
Ya no es posible no imaginarlos. Ya no es posible no pensar en ellos, en sus reacciones, en sus necesidades, en sus palabras, en sus respuestas, en sus preguntas, en sus risas y en sus lágrimas. Son los que ocupan gran parte de mis pensamientos y emociones, los necesito siempre y los extraño hasta cuando están dormidos. Sé que me partirá el alma verlos volar pero también estoy consciente de que ellos jamás lo sabrán, no hasta que lo sientan en hueso propio.
El dos mil catorce fue un año regular, hasta el último trimestre cuando varias tormentas nos golpearon a la vez. Pero no a ellos. Ellos siempre estuvieron protegidos lo mejor posible por todos los que los amamos.
No tengo miedo de perderlo todo. Ya lo he perdido todo un par de veces y no me morí ni una sola. ¿Tengo miedo de perderlos a ellos? ¡Por supuesto que sí, siempre! Pero también tengo confianza en que ellos ni nadie va a sufrir daño mientras dependa de mí, o de Astrid, mi Astrid, de quien viene todo lo bueno que existe en este mundo para mí.
No puedo ni quiero sacar de mi mente las carcajadas de Mateo, sus abrazos y sus besos apremiantes, su sonrisa que ilumina el mundo, el desdén con el que inventa palabras, su manera de crear escenarios e historias en un segundo, su audacia, su timidez selectiva, su descaro al hablar con la gente, su llanto horrible y sus cachetes de calabaza.
Tampoco quiero que se me borren los ojos hermosos de Rodrigo, sus pucheros interminables, sus intentos rupestres de manipulación, su esfuerzo en pronunciar correctamente cada palabra, su liderazgo en los juegos, sus indicaciones precisas, su lento masticar, su voz de ganso afónico, su talento natural para caso cualquier cosa, su independencia y su aparentemente poca necesidad de ayuda.
Son tantas y tantas cosas que no alcanzan las horas ni los días para descubrirlos con justicia. Simplemente son el uno para el otro y son los dos para mí, para nosotros y nosotros somos para ellos.
Hasta que el destino feliz nos alcance ...
¡¡¡ letem bi lait !!!
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