lunes, 5 de enero de 2015

PELANDO LA BANANA. Los dominicos. Volumen VII.

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Durante mucho, mucho tiempo, supe que mi mejor destino en la vida era ser un padre. Jamás, ni en mis horas más oscuras, renegué de la posibilidad de reproducirme. Era un padre desde siempre. Mis daddy issues tienen todo que ver, pero no importa, no quería ser un padre para redimir al mío ni mucho menos. Lo quería y punto.

Y aquí estábamos Astrid y yo, llegando a la casa con compañía. Dos seres pequeñitos en cuerpo, pero muy grandes en cariño, muy grandes en corazón y muy grandes en deseo. Dos seres pequeñitos que habían robado el corazón de dos familias unidas en una, y que ahora ya estaban en casa para iniciar su viaje en esta vida petaca. Era el sábado dieciséis de julio de dos mil once, y salíamos los cuatro juntos del hospital sin secuelas ni problemas mayores. Con todo el miedo del mundo para meter a esos pequeños en los bambinetos y a su vez, los bambinetos en el coche, y todos en el coche y de ahí a la casa.

Ellos seguían dormidos y dormidos se la pasarían la mayor parte del tiempo en un par de meses por lo menos. Esa primera tarde la dedicamos a tomar fotos, cargarlos de diferentes maneras, abrazarlos, intentar sostener a los dos a la vez, pero sobre todo a mirarlos eternamente, mirarlos como eran, aprender como eran, quererlos como son. La primera noche en casa fue difícil. No dormimos nada; ellos, toda la noche. Con dos sillas del comedor de cada lado y sobre ellas los bambinetos y dentro de ellos los niños envueltos en mil cobijas y sábanas y almohaditas para sostenerlos y que no se voltearan. Sobra afirmar que cada cinco minutos nos levantábamos a verlos, poner la mano en el su pechito para sentir su respiración, cerciorarnos que no se hubieran dado vuelta, y demás cosas que se tienen que cuidar en recién nacido.

Y luego la fórmula cada tres horas, nos levantábamos los dos a preparar dos onzas de leche para cada uno, con agua hervida y medidas justas en unas mamilas diminutas. Luego, cada uno agarraba su asignación y empezaba el largo y complejo procedimiento de dar de comer a un recién nacido, revisar y cambiar el pañal, todo con el mayor cuidado de no despertarlo o incomodarlo de alguna manera, pues los grititos, aunque suaves, podían despertar al otro y seguir así por horas, o eso decían. Porque desde ese día se mostraron completamente ignorantes de la existencia de su respectivo hermano, o quizá no, tal vez sólo estaban tan acostumbrados a su presencia, que el llanto de uno no importunaba al otro en lo absoluto.

El día siguiente no sería diferente. Llegaron las primeras vistas, quienes por cierto, nos volvieron a aconsejar dormir cuando los bebés durmieran, que era básicamente todo el día, así que la sugerencia se volvió punto menos que imposible. Para la noche la estrategia cambió. Astrid y yo, repantingados cada uno en su lado de la cama, con el nido de bebés en el medio. Considero ocioso afirmar que tampoco dormimos nada, incluso fue peor, pues el miedo racional de aplastar bebés nos dejó contracturas dolorosas y a Astrid un dolor en el hombro que no desaparecería ya durante muchos, muchos meses, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.

Mi licencia raquítica de paternidad vencía hasta el siguiente miércoles, así que el lunes seguíamos instalados en el insomnio, cuidando bebés, cambiando pañales, preparando mamilas ínfimas e infinitas, y por la noche de nuevo un cambio de rumbo. El cuarto de los bebés estaba listo desde hacía meses, dos cunas/camas y un par de muebles para su ropa. Al ser ellos tan pequeñitos, decidimos colocarlos en la misma cuna, atravesados, cada uno en su cojín anti-reflujo y con sus respectivos topes para evitar el rodamiento. Bien armados con el transmisor con sensor de movimiento y no sé qué más, nos fuimos a dormir con la encomienda de despertar en tres horas para la mamila correspondiente. Ellos, como siempre, durmieron como los ángeles; nosotros, un poco mejor, pues ya sabíamos que sólo uno se levantaría y daría de comer a los dos, cambiaba el pañal de los dos, para al menos tener seis horas seguidas de sueño cada uno, si no de sueño, al menos si de reposo, acostados.

Así transcurrieron los días, hasta que pudieron salir por primera vez al sol. Cual vampiros, la luz natural les aterró. Jamás olvidaré sus caras arrugadas y sus manos intentando bloquear la luz que llegaba a sus ojos cerrados. Con la ropa enorme y las manos flacas, comenzaban su andar por la intemperie. La historia sigue y seguirá por mucho tiempo. Y cada vez hay más que contar, pero los primeros meses fueron de una preocupación infinita, incluso un par de sustos tremendos y la inevitable visita al hospital, para quedarse.










Parte de esta serie:







¡¡¡ letem bi lait !!!







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1 comentario:

la chida de la historia dijo...

Por fin!! =)

… y, ya lo sabes, no soy un robot.

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