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He perdido la cuenta de las apologías del abandono que he escrito en los últimos, ¿qué? ¿cuatro años? Todas las profecías del fin del blogger se cumplieron como fichas de dominó en perfecto acomodo. Sí, me enamoré. Sí, cambié de temas mundanos y ácidos a rosas y románticos. Sí, fui -y soy- feliz y la musa de la dicha es la más gûevona de las nueve, nada comparable a los torrentes de letras que inspira la tristeza y la musa del amor mal correspondido.
Pero terco como puedo llegar a ser, no pienso dejar que las celebraciones por las trescientas entradas de mi blog queden sin una buena dosis de palabrería barata, en serio barata. Porque desde que mi ópera prima fuera bateada de la manera más ruin por un par de editoriales y concursos, no pude sino proponerme vivir de mis letras en un mediano plazo. No creo que vaya a resultar sencillo ni mucho menos, pero confío en mi capacidad y en las necesidades de un mercado en el que cualquier idiota es un reconocido y connotado escritor. Bueno, pues este idiota quiere ser un reconocido, connotado, o al menos pagado escritor.
Trescientas veces he escrito en este blog, obviamente ha sido menos en cuanto menos ha sido el tiempo disponible y las ganas de gritar ideas a un mundo cada vez menos proclive a escuchar. No merezco ni siquiera la pena de gastar segundos leyendo sobre mis alergias gatunas, pero sí creo ser merecedor al menos de una oportunidad de ser leído, escuchado y visto por alguno de esos cabrones de los que hablaba en la entrada pasada. Un cabrón con dedo flamígero que las pueda todas y que le guste mi estilo, o no.
Trescientos soldados fueron los que llevó Leónidas -en teoría- a la guerra contra Xerxes, y trescientas ganas multiplicadas por millones son las que tengo de extender mis plumas y escribir y escribir. Sé que no es fácil y sé que nadie regala nada. Pero el escribir un poco cada día, un párrafo, una idea, en la computadora, en el celular o en una servilleta, es la disciplina que necesito para comenzar. No necesito una beca del FONCA ni la quiero. Lo que necesito es un ojo inquisidor que, calidad mediante, ponga su ídem en mis letras para su deleite personal, y posteriormente del mundo entero.
Los sueños de la autopublicación en un país de lectores de revistas semi pornográficas no son sueños realistas. Guajiros los llamarían unos; fumados, otros. La hipérbole del drama cotidiano, está presente en el inmenso y creciente mercado de los lectores de tuits que, si bien no representan un grupo demográficamente solvente, sí constituyen una audiencia constante. Nada les gusta pero todo consumen. No creo que esté del todo bien dirigirse hacia ese sector, pero es un comienzo.
Las épocas doradas del blog han muerto desde hace años y la inmediatez y precocidad de un tuit lo puede todo. Al menos hasta ahora. La promesa de un libro al término del año va como por la mitad, y al parecer, el tiempo seguirá siendo propicio para completar la faena, cueste lo que cueste.
Bueno, no. Cueste lo que cueste no.
¡¡¡ letem bi lait !!!
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martes, 15 de octubre de 2013
miércoles, 2 de octubre de 2013
... Everybody knows that the dice are loaded ...
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No es que me guste escupir pa'rriba, a mí. Pero la semana pasada me enteré de algo que simplemente no puedo dejar pasar. Todo lo acontecido no es más que el resultado de una sociedad podrida hasta los huesos, llena de todas esas personas indignas que con un movimiento de cabeza y un dedo flamígero señalan y atacan a quienes osan no pensar como ellos. Me desvío. Pero lo cierto es que en todo caso, la culpa no es del indio, sino de quien le compra la sencillez.
Porque no es lo mismo concursar por una plaza en el gobierno, que someter a dictamen a una obra literaria en un concurso más amañado que las derrotas de lópez obrador -según lópez obrador-, que solicitar un aumento de sueldo, que, ¡carajo! pedir unas chingadas vacaciones a las cuales todo mundo tiene derecho conforme a la ley. En esta sociedad de huevos podridos -me niego aún a afirmar con todas sus letras que los podridos son mayoría en este país-, importa más la palabra de un cabrón que el esfuerzo y el trabajo de todos los demás. En esta sociedad de complicidades y compadrazgos, la gentuza escucha lo que dice un gûey que se supone tiene mucho poder y lo toma como cierto. En esta sociedad de iletrados y analfabetas funcionales, uno ya no puede confiar ni siquiera en las letras escritas en piedra.
A principios de este año, una buena amiga de la familia comentó sobre un premio que cierta editorial mundial y la tienda que más libros vende en este país otorgaban a las llamadas "letras nuevas". Que yo entendí como que era una oportunidad de mostrar mi trabajo a un jurado, o de menos a un dictaminador profesional sin arriesgarme al devastador rechazo cara a cara, además de que "letras nuevas", y el hecho de que las bases abrían la participación a todos los escritores de habla hispana residentes en territorio mexicano, me hacían pensar que lo único que se tomaría en cuenta para elegir al ganador era la calidad de la literatura.
Iluso. Sé muy bien que mi obra puede no ser la mejor de las ciento noventa y una que participaron, quizá ni siquiera sea de las diez mejores, es más, seguramente es la peor en calidad de todas las que se presentaron. Sin embargo mis aspiraciones siempre son las más altas. Cuando escribo no quiero ser un E.L. James. Cuando escribo quiero ser un Philip Roth, aunque muy en el fondo sepa que saldrá algo peor que lo de James. O no. La verdad es que estaba muy emocionado por el resultado de un trabajo hecho hace algunos años, pero revisado y re revisado y aumentado y mejorado con el paso del tiempo.
Mucho más aún cuando compré y leí de un plumazo la novela ganadora de ese mismo premio el año pasado. Un relato soso y con poco sentido, que además no estaba -para mi gusto exquisito- escrito de una manera novedosa y sensacional. El libro ganador del año pasado era una novela regular, pero eso sí, consistente y adictiva. Nada del otro mundo. Por lo mismo me emocioné más y pensé que mis letras tenían la suficiente calidad para competir por igualar ese logro.
Pero mucho menos lo creí cuando supe, prácticamente al principio del proceso, que el ganador del año pasado, es el hijo menos famoso pero más talentoso de un grande de la literatura y la historiografía nacionales. Un autor ya publicado por la misma editorial que ofrecía el premio, por cierto.
En fin, llegó el día de conocer a los finalistas, y como mis peores pesadillas lo habían vaticinado, ni el nombre de mi novela ni el mío estaban entre ellos. Ni hablar dije, para adelante, a otra cosa mariposa, mi obra queda libre para competir en otros concursos y en otros certámenes, incluso para ser llevada directamente a un dictaminador. El corre electrónico con la invitación para la gala de premiación no fue sino un recordatorio de mi fracaso y lo ignoré.
Hasta que me enteré de lo que había pasado en la ceremonia. El jurado, extasiado con la calidad literaria y la gran manufactura de la obra que eligieron para obtener el premio, abrió la pilca, solamente para encontrarse con un par de nombres. Sí. Imperdonable. Las bases claramente especificaban que no serían aceptadas obras escritas por más de un autor. Imperdonable para los autores sí, ya que los nombres que aparecieron fueron los de dos autores no tan nuevos, y sí, ambos publicados anteriormente por la editorial que convocó al premio. Más imperdonable aún para la editorial el haber declarado desierto el premio, cuando en las bases claramente de obligaba a no dejar desierto el primer lugar. Imperdonable que autores encumbrados y experimentados hayan decidido o pasarse las bases por el arco del triunfo en un claro desafío de mandar al diablo a las instituciones, o simplemente mandaron algo sin hacerle el menor caso a las instrucciones, nefasto o estúpido, como sea. Imperdonable que la editorial se haya sacado de la manga que el premio de un millón de pesos era bueno para donar a los afectados de los huracanes y ciclones, porque, bueno, un millón de pesos le hacen muchísima falta a toda esa gente, pero un recibo deducible de una donación de un millón de pesos no le cae mal a nadie. ¡Imperdonable!
Como todo en esta sociedad de huevos podridos, las palabras de unos cuantos poderosos valen más que los hechos, que el trabajo y que el correcto seguimiento de las normas. Si todos aspiramos a lo mejor, hagamos lo mejor... hasta que un cabrón diga. Todo eso es y seguirá siendo hasta que uno se vaya. Uno u otro.
¡¡¡ letem bi lait !!!
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No es que me guste escupir pa'rriba, a mí. Pero la semana pasada me enteré de algo que simplemente no puedo dejar pasar. Todo lo acontecido no es más que el resultado de una sociedad podrida hasta los huesos, llena de todas esas personas indignas que con un movimiento de cabeza y un dedo flamígero señalan y atacan a quienes osan no pensar como ellos. Me desvío. Pero lo cierto es que en todo caso, la culpa no es del indio, sino de quien le compra la sencillez.
Porque no es lo mismo concursar por una plaza en el gobierno, que someter a dictamen a una obra literaria en un concurso más amañado que las derrotas de lópez obrador -según lópez obrador-, que solicitar un aumento de sueldo, que, ¡carajo! pedir unas chingadas vacaciones a las cuales todo mundo tiene derecho conforme a la ley. En esta sociedad de huevos podridos -me niego aún a afirmar con todas sus letras que los podridos son mayoría en este país-, importa más la palabra de un cabrón que el esfuerzo y el trabajo de todos los demás. En esta sociedad de complicidades y compadrazgos, la gentuza escucha lo que dice un gûey que se supone tiene mucho poder y lo toma como cierto. En esta sociedad de iletrados y analfabetas funcionales, uno ya no puede confiar ni siquiera en las letras escritas en piedra.
A principios de este año, una buena amiga de la familia comentó sobre un premio que cierta editorial mundial y la tienda que más libros vende en este país otorgaban a las llamadas "letras nuevas". Que yo entendí como que era una oportunidad de mostrar mi trabajo a un jurado, o de menos a un dictaminador profesional sin arriesgarme al devastador rechazo cara a cara, además de que "letras nuevas", y el hecho de que las bases abrían la participación a todos los escritores de habla hispana residentes en territorio mexicano, me hacían pensar que lo único que se tomaría en cuenta para elegir al ganador era la calidad de la literatura.
Iluso. Sé muy bien que mi obra puede no ser la mejor de las ciento noventa y una que participaron, quizá ni siquiera sea de las diez mejores, es más, seguramente es la peor en calidad de todas las que se presentaron. Sin embargo mis aspiraciones siempre son las más altas. Cuando escribo no quiero ser un E.L. James. Cuando escribo quiero ser un Philip Roth, aunque muy en el fondo sepa que saldrá algo peor que lo de James. O no. La verdad es que estaba muy emocionado por el resultado de un trabajo hecho hace algunos años, pero revisado y re revisado y aumentado y mejorado con el paso del tiempo.
Mucho más aún cuando compré y leí de un plumazo la novela ganadora de ese mismo premio el año pasado. Un relato soso y con poco sentido, que además no estaba -para mi gusto exquisito- escrito de una manera novedosa y sensacional. El libro ganador del año pasado era una novela regular, pero eso sí, consistente y adictiva. Nada del otro mundo. Por lo mismo me emocioné más y pensé que mis letras tenían la suficiente calidad para competir por igualar ese logro.
Pero mucho menos lo creí cuando supe, prácticamente al principio del proceso, que el ganador del año pasado, es el hijo menos famoso pero más talentoso de un grande de la literatura y la historiografía nacionales. Un autor ya publicado por la misma editorial que ofrecía el premio, por cierto.
En fin, llegó el día de conocer a los finalistas, y como mis peores pesadillas lo habían vaticinado, ni el nombre de mi novela ni el mío estaban entre ellos. Ni hablar dije, para adelante, a otra cosa mariposa, mi obra queda libre para competir en otros concursos y en otros certámenes, incluso para ser llevada directamente a un dictaminador. El corre electrónico con la invitación para la gala de premiación no fue sino un recordatorio de mi fracaso y lo ignoré.
Hasta que me enteré de lo que había pasado en la ceremonia. El jurado, extasiado con la calidad literaria y la gran manufactura de la obra que eligieron para obtener el premio, abrió la pilca, solamente para encontrarse con un par de nombres. Sí. Imperdonable. Las bases claramente especificaban que no serían aceptadas obras escritas por más de un autor. Imperdonable para los autores sí, ya que los nombres que aparecieron fueron los de dos autores no tan nuevos, y sí, ambos publicados anteriormente por la editorial que convocó al premio. Más imperdonable aún para la editorial el haber declarado desierto el premio, cuando en las bases claramente de obligaba a no dejar desierto el primer lugar. Imperdonable que autores encumbrados y experimentados hayan decidido o pasarse las bases por el arco del triunfo en un claro desafío de mandar al diablo a las instituciones, o simplemente mandaron algo sin hacerle el menor caso a las instrucciones, nefasto o estúpido, como sea. Imperdonable que la editorial se haya sacado de la manga que el premio de un millón de pesos era bueno para donar a los afectados de los huracanes y ciclones, porque, bueno, un millón de pesos le hacen muchísima falta a toda esa gente, pero un recibo deducible de una donación de un millón de pesos no le cae mal a nadie. ¡Imperdonable!
Como todo en esta sociedad de huevos podridos, las palabras de unos cuantos poderosos valen más que los hechos, que el trabajo y que el correcto seguimiento de las normas. Si todos aspiramos a lo mejor, hagamos lo mejor... hasta que un cabrón diga. Todo eso es y seguirá siendo hasta que uno se vaya. Uno u otro.
¡¡¡ letem bi lait !!!
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jueves, 15 de agosto de 2013
PELANDO LA BANANA. Los dominicos. Volumen VI.
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Los días previos al parto estuve montado en una nube. No tengo recuerdos del trabajo ni de conversaciones ni de encuentros que, por mero trámite debía hacer. Estábamos programados para el viernes quince de julio de dos mil once, a las dieciocho horas en el hospital Ángeles México, justo en una de las intersecciones más complicadas de la ciudad en hora pico. Entre Insurgentes y Viaducto, en una tarde lluviosa, tan típica de julio en el de efe, el doctor Martín llegó demorado por el tráfico, cuando Astrid estaba ya en una camilla del quirófano y yo mordiéndome lo que me quedaba de dedos, sin celular ni posibilidad alguna de distracción, afuera de los vestidores.
Llegó cual ráfaga disculpándose por el tráfico, que tampoco era demasiado tarde, pero mis nervios me podían como nunca. Me disfracé de pitufo quirúrgico y bajamos y bajamos y bajamos escaleras hasta encontrar esa visión que no olvidaré jamás: Astrid como santo cristo envuelta entre vendajes y las telas más níveas de que tenga memoria, con los brazos extendidos de costado, tubitos en la nariz y gorro de pitufo goloso. Cuando me vio me sonrió tan grande y tan hermoso como nunca y yo me quedé ahí con ella, en la cabecera de la plancha del quirófano mientras Aldo, el pediátra neonatólogo y Martín el ginecólogo, el mismo que había puesto a ese par de bebés en la panza de Astrid, estaba listo para sacarlos.
Todo pasó en un suspiro. Desde mi privilegiado lugar podía ver a Astrid no sentir dolor alguno, y el campo estéril me impedía ver el corte por donde mis dos pequeños dolores de cabeza asomarían la ídem. No creía ser lamentablemente sensible a la sangre o a las heridas abiertas, y sin embargo prefería estar ahí, viendo el rostro perfecto de la mujer de mi vida, con la frente perlada cubierta por el gorro, cuando una masa rosa gelatinosa subió gritando por las alturas. ¡Ya salió Mateo!, dijo Martín con un triunfo, mientras yo tomaba las manos de Astrid y ella me manoteaba diciendo ¡ve con él, ve con él! Surqué la sala entera, pasé por encima de los jirones de vendas ensangrentadas, pero no me importó. El grito voraz con el que Mateo abrió sus pulmones al aire que respiramos ahora no tuvo comparación con nada de lo más hermoso que haya escuchado en mi vida. Llegué hasta él y lo vi ahí, acostadito, mínimo, arrugado y con pelos güeros en la cabezota chipotuda. Vi como Aldo lo picoteaba de todos lados, agujas en la planta del pie, batazos con abatelenguas en las manos y en la panza, popotes por la garganta, y después una enfermera comenzaba a limpiarlo. Como despertando de un sueño, de reojo vi una figura enorme y blanquísima elevarse en otro grito tan hermoso como el de su hermano. Asombrado por la espectacularidad del momento, le grité a Astrid y a quien pudiera escucharme: ¡Rodrigo es un gigante! Blancote, también arrugado y con pelos un tanto más oscuros, con nariz de chile poblano y frente del perro Aguayo, -se han de mejorar, pensé- pero tan hermosos como nada que hubiera visto antes, ni veré después.
Rodrigo también fue sometido a la tortura inicial, y cuando ambos estuvieron limpios, los pasaron para que Astrid pudiera verlos y besarlos, ahí nos tomaron nuestra primera foto juntos los cuatro. Fue solo un momento pero es algo que quedará en nuestros corazones para siempre, e inmortalizado digitalmente ja.
Aldo los tomó entre sus brazotes de Gru y los llevó a los cuneros. 9.9 fue su calificación de apgar y según dicen las enfermeras, eso fue cosa de Aldo, él no le puso 10.0 ni a su hija. Pero no importaba. Ellos estaban bien, sin necesidad de incubadoras ni ningún aditamento especial para pasar la noche, ni mucho menos. En el cuarto en donde los dejó, había un bebé muy chiquito, casi la mitad de tamaño de Rodrigo, con un casco para respirar mientras un ventilador inflaba sus pulmones. A su lado pusieron a Roi en una cama térmica para que estuviera calientito, encuerado y en puro pañal que le quedaba grande, cerraba sus ojitos para dormir a pierna suelta. Mateo en cambio, siempre fue taaaaan Mateo desde el principio. Estaba en una wafflera, caliente por arriba y por abajo -seguro de ahí viene su precioso color aceituna-, y me miraba fijamente con sus ojos (no verdes, hermosos), y volteaba la cabezota para mirar su nuevo entorno.
No me permitieron meter mi cámara para tomarles fotos ahí, y ahora me arrepiento de no haberlo desafiado, pero mi mente estaba fija en el completo bienestar de ese par de costalitos de harina que estaban ahí para mí. Solo un momento me dejaron ahí, con ellos, mismo que no pude dejar pasar sin agradecer a Dios por los tres, y pedirle también por el niño pequeño que estaba compartiendo cuarto con ellos. Feliz, me fui a la habitación para esperar a Astrid, que llegó ya dormida.
Fue un subidón, un subidón. Una inyección de adrenalina, subidón. Ya era hora de dormir de nuevo y yo casi no pude hacerlo la noche anterior. Primero por la gran descarga de adrenalina y endorfinas que significó el parto doble y todos sus bemoles, y después por la preocupancia del bienestar del amor de mi vida. No por los niños, ciertamente, pues sabía perfecto que ellos estaban bien, ya los había visto en la tostadora perdiendo su hermoso hermoso hermoso color blancuzco. Despertando cada dos minutos a ver que Astrid estuviera bien, mirando el reloj del celular cuya pila moría de a poco y yendo al baño tres veces gracias a un laxante jugo de durazno, pasé mi primera noche como papá creando vínculos que no tenía y que añoraba más que a nada en el mundo.
Los llevaron a la habitación a la mañana siguiente y yo seguía muriendo de miedo al cargar por primera vez a ese precioso renacuajito güerejo llamado Mateo, pidiendo auxilio como después lo haría mi hermano al darle de comer al menonita hermoso de Rodrigo, sentía como una extraña y placentera hiperactividad me recorría mis huesitos y mis huequitos. Quería cargar, abrazar, cambiar los pañales, limpiar colas manchadas de popó de colores raros, dar mamilas, pegar en la espalda para que sacaran el gas, besar cabecitas peludas, chocar mi nariz con las suyas, ya nunca morder sus cachetes, arreglarles los dobleces de las orejas, amoldar la choya chipoteada de Mateo, seccionar las cejas rubias de Rodrigo que estaban unidas a su cabello de Fu-Man-Chú ...
No podía dejar de verlos, no quería y no quiero dejar de verlos nunca. Son mis niños, mis line-backers, mi línea ofensiva, mis delanteros de poder, mis goleadores, mis eruditos y mis eructitos, mis cómplices de travesuras, mi compañía perfecta para ir al estadio a ver a PUMAS, mi orgullosa sangre azul y piel dorada, mis medallas de oro en la Olimpiada de Matemáticas, mis campeones del Spell-Bee ... Los hombres de mi vida, los padres de mis nietos, mis cantores de "Mi viejo", el orgullo de mi nepotismo, y tantas y tantas cosas que incluso ahora no alcanzo a vislumbrar.
Ahora, Astrid y yo teníamos aún mucho por aprender, pero ya estábamos listos para Todo lo Bueno, para enseñar a dos pequeños a ser felices, para crecer y hacerlos crecer a la par. En la víspera de mi segunda noche como papá, seguía emocionado y seco. Mis lágrimas no habían brotado pues mis ojos estaban dispuestos a no dejar que nada, ni siquiera las gotas saladas de felicidad como las del día anterior, se interpusieran entre ellos y la visión de mis hijos, la visión más maravillosa que pudieran tener, lo mejor que verían en la vida.
Fuimos ellos y ellos fueron nosotros. Somos desde ese momento los cuatro fantásticos y entonces supe, que si dos es mejor que uno, definitivamente cuatro es mejor que dos. Para siempre...
Parte de esta serie:
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Los días previos al parto estuve montado en una nube. No tengo recuerdos del trabajo ni de conversaciones ni de encuentros que, por mero trámite debía hacer. Estábamos programados para el viernes quince de julio de dos mil once, a las dieciocho horas en el hospital Ángeles México, justo en una de las intersecciones más complicadas de la ciudad en hora pico. Entre Insurgentes y Viaducto, en una tarde lluviosa, tan típica de julio en el de efe, el doctor Martín llegó demorado por el tráfico, cuando Astrid estaba ya en una camilla del quirófano y yo mordiéndome lo que me quedaba de dedos, sin celular ni posibilidad alguna de distracción, afuera de los vestidores.
Llegó cual ráfaga disculpándose por el tráfico, que tampoco era demasiado tarde, pero mis nervios me podían como nunca. Me disfracé de pitufo quirúrgico y bajamos y bajamos y bajamos escaleras hasta encontrar esa visión que no olvidaré jamás: Astrid como santo cristo envuelta entre vendajes y las telas más níveas de que tenga memoria, con los brazos extendidos de costado, tubitos en la nariz y gorro de pitufo goloso. Cuando me vio me sonrió tan grande y tan hermoso como nunca y yo me quedé ahí con ella, en la cabecera de la plancha del quirófano mientras Aldo, el pediátra neonatólogo y Martín el ginecólogo, el mismo que había puesto a ese par de bebés en la panza de Astrid, estaba listo para sacarlos.
Todo pasó en un suspiro. Desde mi privilegiado lugar podía ver a Astrid no sentir dolor alguno, y el campo estéril me impedía ver el corte por donde mis dos pequeños dolores de cabeza asomarían la ídem. No creía ser lamentablemente sensible a la sangre o a las heridas abiertas, y sin embargo prefería estar ahí, viendo el rostro perfecto de la mujer de mi vida, con la frente perlada cubierta por el gorro, cuando una masa rosa gelatinosa subió gritando por las alturas. ¡Ya salió Mateo!, dijo Martín con un triunfo, mientras yo tomaba las manos de Astrid y ella me manoteaba diciendo ¡ve con él, ve con él! Surqué la sala entera, pasé por encima de los jirones de vendas ensangrentadas, pero no me importó. El grito voraz con el que Mateo abrió sus pulmones al aire que respiramos ahora no tuvo comparación con nada de lo más hermoso que haya escuchado en mi vida. Llegué hasta él y lo vi ahí, acostadito, mínimo, arrugado y con pelos güeros en la cabezota chipotuda. Vi como Aldo lo picoteaba de todos lados, agujas en la planta del pie, batazos con abatelenguas en las manos y en la panza, popotes por la garganta, y después una enfermera comenzaba a limpiarlo. Como despertando de un sueño, de reojo vi una figura enorme y blanquísima elevarse en otro grito tan hermoso como el de su hermano. Asombrado por la espectacularidad del momento, le grité a Astrid y a quien pudiera escucharme: ¡Rodrigo es un gigante! Blancote, también arrugado y con pelos un tanto más oscuros, con nariz de chile poblano y frente del perro Aguayo, -se han de mejorar, pensé- pero tan hermosos como nada que hubiera visto antes, ni veré después.
Rodrigo también fue sometido a la tortura inicial, y cuando ambos estuvieron limpios, los pasaron para que Astrid pudiera verlos y besarlos, ahí nos tomaron nuestra primera foto juntos los cuatro. Fue solo un momento pero es algo que quedará en nuestros corazones para siempre, e inmortalizado digitalmente ja.
Aldo los tomó entre sus brazotes de Gru y los llevó a los cuneros. 9.9 fue su calificación de apgar y según dicen las enfermeras, eso fue cosa de Aldo, él no le puso 10.0 ni a su hija. Pero no importaba. Ellos estaban bien, sin necesidad de incubadoras ni ningún aditamento especial para pasar la noche, ni mucho menos. En el cuarto en donde los dejó, había un bebé muy chiquito, casi la mitad de tamaño de Rodrigo, con un casco para respirar mientras un ventilador inflaba sus pulmones. A su lado pusieron a Roi en una cama térmica para que estuviera calientito, encuerado y en puro pañal que le quedaba grande, cerraba sus ojitos para dormir a pierna suelta. Mateo en cambio, siempre fue taaaaan Mateo desde el principio. Estaba en una wafflera, caliente por arriba y por abajo -seguro de ahí viene su precioso color aceituna-, y me miraba fijamente con sus ojos (no verdes, hermosos), y volteaba la cabezota para mirar su nuevo entorno.
No me permitieron meter mi cámara para tomarles fotos ahí, y ahora me arrepiento de no haberlo desafiado, pero mi mente estaba fija en el completo bienestar de ese par de costalitos de harina que estaban ahí para mí. Solo un momento me dejaron ahí, con ellos, mismo que no pude dejar pasar sin agradecer a Dios por los tres, y pedirle también por el niño pequeño que estaba compartiendo cuarto con ellos. Feliz, me fui a la habitación para esperar a Astrid, que llegó ya dormida.
Fue un subidón, un subidón. Una inyección de adrenalina, subidón. Ya era hora de dormir de nuevo y yo casi no pude hacerlo la noche anterior. Primero por la gran descarga de adrenalina y endorfinas que significó el parto doble y todos sus bemoles, y después por la preocupancia del bienestar del amor de mi vida. No por los niños, ciertamente, pues sabía perfecto que ellos estaban bien, ya los había visto en la tostadora perdiendo su hermoso hermoso hermoso color blancuzco. Despertando cada dos minutos a ver que Astrid estuviera bien, mirando el reloj del celular cuya pila moría de a poco y yendo al baño tres veces gracias a un laxante jugo de durazno, pasé mi primera noche como papá creando vínculos que no tenía y que añoraba más que a nada en el mundo.
Los llevaron a la habitación a la mañana siguiente y yo seguía muriendo de miedo al cargar por primera vez a ese precioso renacuajito güerejo llamado Mateo, pidiendo auxilio como después lo haría mi hermano al darle de comer al menonita hermoso de Rodrigo, sentía como una extraña y placentera hiperactividad me recorría mis huesitos y mis huequitos. Quería cargar, abrazar, cambiar los pañales, limpiar colas manchadas de popó de colores raros, dar mamilas, pegar en la espalda para que sacaran el gas, besar cabecitas peludas, chocar mi nariz con las suyas, ya nunca morder sus cachetes, arreglarles los dobleces de las orejas, amoldar la choya chipoteada de Mateo, seccionar las cejas rubias de Rodrigo que estaban unidas a su cabello de Fu-Man-Chú ...
No podía dejar de verlos, no quería y no quiero dejar de verlos nunca. Son mis niños, mis line-backers, mi línea ofensiva, mis delanteros de poder, mis goleadores, mis eruditos y mis eructitos, mis cómplices de travesuras, mi compañía perfecta para ir al estadio a ver a PUMAS, mi orgullosa sangre azul y piel dorada, mis medallas de oro en la Olimpiada de Matemáticas, mis campeones del Spell-Bee ... Los hombres de mi vida, los padres de mis nietos, mis cantores de "Mi viejo", el orgullo de mi nepotismo, y tantas y tantas cosas que incluso ahora no alcanzo a vislumbrar.
Ahora, Astrid y yo teníamos aún mucho por aprender, pero ya estábamos listos para Todo lo Bueno, para enseñar a dos pequeños a ser felices, para crecer y hacerlos crecer a la par. En la víspera de mi segunda noche como papá, seguía emocionado y seco. Mis lágrimas no habían brotado pues mis ojos estaban dispuestos a no dejar que nada, ni siquiera las gotas saladas de felicidad como las del día anterior, se interpusieran entre ellos y la visión de mis hijos, la visión más maravillosa que pudieran tener, lo mejor que verían en la vida.
Fuimos ellos y ellos fueron nosotros. Somos desde ese momento los cuatro fantásticos y entonces supe, que si dos es mejor que uno, definitivamente cuatro es mejor que dos. Para siempre...
Parte de esta serie:
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Vainilla con:
amar,
apego,
destino,
existencia,
Fairy Goddess,
familia,
Galletas,
gritos,
historias,
mi bella dama,
mi historia,
papá,
Pelando la banana,
pumas
miércoles, 17 de julio de 2013
... Después de Matingo ...
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Difícil es comenzar buscando una epígrafe relacionada con la película "Después de Lucía", sobre todo porque aquella suele no hilar más de tres frases en cada escena, y el cine de autor contemplativo reflexivo -o lo que sea que lo defina- de Michel Franco es más dogmático que von Trier. O algo así. Un poco menos Reitman y un poco más Altman. Mucho chaneque y un poco de Heneke.
Es importante decir que la película ya lleva un rato de haber salido en el cine, de hecho, los morons de iTunes quieren cobrar cincuenta pesos para verla, cuando ya también lleva sendo tiempo en Netflix. ¡Ja, so lerdos! Pero yo, con mi extraño ritmo semilento para las películas que quiero ver, y el poco tiempo en horario de exhibición que me dejan este par de niños hermosos y traviesos, simplemente no la había visto, por ninguna razón, pero había escuchado y leído reseñas que la denostaban hasta la ignominia, y otras que la elevaban al olimpo del FONCA.
Hasta que entre el trabajo escaso pero monótono, me encontré con un par de horas solo con mi computadora, no tenía ganas de comenzar una nueva adicción a series de televisión ni de aburrirme con una película artosa y pretenciosa, así que le di una oportunidad a Después de Lucía (oh espera) ...
O no sé. No me pareció la panacea de la pretensión ni mucho menos, pero sí es cierto que lo primero que dije y pensé durante la primera escena fue un sonoro y sardónico ¡No mames, qué hueva! Para inmediatamente después pensar en que la niña está muy bonita pero que apenas tenía dieciséis años, y luego la escena esa en la que un imbécil le está agarrando las tetitas para después dejar todo a la imaginación. No pretendo escribir una reseña ni nada por el estilo, así que quien no la haya visto, pues siga leyendo para enterarse, ya que a casi dos años de que salió, difícilmente se puede considerar spoiler cualquier cosa.
Todos sabemos by far, que es una película que presenta el tema del bullying de una manera cruda y descarnada, básicamente como es en realidad. Lo que no sabemos antes de ver la película -obviamente-, es cómo se llega a ese punto. Rápido. Alejandra es una niña muy bonita y deportista, hace natación, que se tiene que cambiar de ciudad y por ende de escuela, después de que se muere su mamá en un accidente de auto. Al llegar, como es muy bonita, los alumnos la reciben muy bien y ese mismo día la invitan a pasar el fin de semana en Valle de Bravo en la casa del imbécil ese que le agarra las tetitas. Pues beben y se drogan hasta que ella y el imbécil se meten a un baño, el tipo prende su celular, lo coloca estratégicamente y luego procede a agarrarle las tetitas. No pasa nada que nos muestren y sí todo lo que nos imaginamos. Ya en la escuela, el sex tape rola por los iPhones de todos y entonces la carrilla comienza y va subiendo de tono hasta llegar a la violencia física, el abuso sexual, la violación y la presunción de un asesinato. Para ese momento, también atestiguamos la historia del papá de Alejandra, un ser grande, gordo y barbado, cuyo único defecto es ser el más gris del mundo. Entendible, nada lo apasiona desde la muerte de su esposa, ni siquiera las señales que su hija se empeñó tanto en ocultarle que al final resultaban tan transparentes; todo eso, hasta el momento en que se entera de la desaparición y probable muerte de su hija, y entonces sí, vemos como nace y gruñe el oso que lleva dentro, secuestra al imbécil que le agarró las tetitas, la grabó en video y comenzó con todo el abuso en su contra, lo sube a una lancha y lo arroja, esposado, en medio del mar. Ahí acaba la película.
Un final lacerante por sorpresivo pues después de la furia del papá, viene un momento de calma sobre las aguas, y luego la acometida fatal. Tttsss, volví a decir ¡No mames! Pero esa escena y la historia misma no dejaron de revolotearme en la cabezota todo el día y muchos días siguientes.
Porque el bullying es cosa seria. Es cierto que las generaciones se están haciendo más debiluchas y chillonas cada vez, y eso es en una mayor parte responsabilidad de los padres y maestros y tuiteros que se espantan de todo y de todo chillan los debiluchos. En realidad todo viene desde que existe esa naquez llamada correctez política; pero también es cierto que se le da una importancia mayor de la que en realidad tiene.
Sí, la escuela es ojete con quien se deje, pero la vida es más ojete aún, incluso con quien no se deja y pelea y lucha. No hay manera de salir vivo de ella, así que por más manchado y gañán que te vaya en la escuela, siempre te puede ir peor en la vida. Porque si te esconden la mochila, te amarran las agujetas, te tiran a una zanja, te avientan a la alberca, te esconden en el baño, te dicen gordo mantecoso, se burlan de tus lentes, te embroman con besos de las más guapas, te ignoran en el intercambio de regalos de navidad, te roban tus ganancias de la quiniela del Mundial o siempre te toca hacer equipo con la maestra de química, nada de eso, en serio nada, te prepara para el jefe que te agarra la nalga, la empresa fantasma que te roba tus sueldos y tus cosas y tus sueños, el co worker ojete que habla mal de ti en la oficina, la lagartona que minimiza el tamaño de tu pene cuando ni siquiera ha tenido el honor, el superior jerárquico mala onda que lo único que quiere es fregarte porque el día de la entrevista lo viste feo, el que no tiene idea de nada pero que piensa que te manda y lo que mejor le sale es mandarte a la chingada en más de un sentido o simplemente las feroces prácticas corporativas a las que nadie llega preparado.
Lo digo con todo el conocimiento de causa, ya que los ejemplos mencionados no son tales, sino anécdotas reales que me pasaron, por decir lo menos. Pero esas son otras historias y deberán ser contadas en otra ocasión. Lo realmente importante es que no sabemos -nadie sabe- cómo lidiar con la gente, hasta que lo aprende, claro. Y eso, como la mayoría de las cosas que valen la pena, tienen que aprenderse a la mala. Cayendo en una zanja, siendo burlado por las bonitas, buscando tu mochila, renunciando con la frente en alto, aguantando hasta que todo caiga por su propio peso, ganándole a todos con la meritita verdad y con el inmenso placer de la justicia poética de manos limpias.
Tampoco quiero decir que la solución para todo es dejar que fluya, no. Porque hay que agarrar al toro por los cuernos. Hay que buscar al Ponto y rescatar a Christopher Robin. Y todo, sin dejar de lado lo más importante, que la esencia de un ser humano no cambia, se adapta y se mejora, aunque sea para bien o aunque sea para mal, pero la naturaleza misma de la especie es la adaptación y la evolución.
El llanto de Mateo porque no quiere ir a la escuela ciertamente significa algo más de lo que alcanzamos a ver o a adivinar. ¡Camán! Tiene dos años recién cumplidos y no le puedo dar responsabilidades de niño grande, aunque lo sea; no le puedo dejar todo el peso de su vida en sus hombros pequeñitos; no le puedo, de hecho, permitir que un incidente que desconocemos siquiera si hay tal, si es que no es lo suficientemente grave, afecte su infancia por demás normal y feliz.
Mateo es un niño feliz en todo el sentido del mundo. Canta, baila y ríe como el que más. Ama a sus papás y es el favorito de una de sus abuelas. Se emociona con sus personajes favoritos y todo el tiempo está descubriendo cosas, cosas nuevas y cosas viejas. Lo que me maravilla a mí es la manera en que él se maravilla de todo el entorno. Si los pájaros vuelan, si la luz se enciende o se apaga, si el trompo gira, si el coche avanza, si simplemente sale el sol, él es feliz porque puede ser testigo de las incontestables sorpresas que el universo nos depara a cada instante. Excepto los cinco minutos que dura el trayecto de la casa a la escuela, acaso menos, desde que le pongo la mochilita a la espalda hasta que se queda con su miss. Mi corazón se rompe con cada papá o mamá que sale en un grito de su trompota. Según sus maestras, el llanto acaba en cuanto salimos de la escuela, es decir, se queda contento y es alegre y cooperador en sus actividades.
Entonces no sé lo que le pasa. Ya son casi dos semanas de dramas matutinos que, por bendición, no tienen repercusión en su día ni en su comportamiento posterior. ¡Cómo quisiera meterme en su cabeza güereja para poder saber qué le pasa, qué le preocupa y qué puedo hacer por él! Mientras no exista esa tecnología, todo lo que está en mis manos es observar, mirarlo detenidamente y no perderlo de vista -sin que él lo sepa, incluso-. Esperar si es que se trata de un periodo de apego y rezar porque no le esté ocurriendo algo horriblemente imaginario. Creer en su palabra y creer en su carita cuando sale brincando de la escuela y cantando que es feliz. Confiar una vez más y doblemente en las personas a quienes les hemos encargado su cuidado y seguirlo mirando, realmente mirando para ver si alguna luz me responde desde sus ojos. De cualquier manera, me sigue coqueteando la idea de comprarme una lancha ...
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Vainilla con:
abandono,
amigos,
apego,
blasfemias,
cabronas,
cachetes,
cine,
emo,
fracaso,
frío,
Galletas,
hombres,
igualdad,
madrazo,
mamadas,
mi historia,
odio a la gente,
terrorismo
jueves, 11 de julio de 2013
... Shut the light, shut the shade ...
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Cuando te das cuenta de que el amor es simplemente una letra de cuatro letras. Cuando la conciencia se pierde por un instante para dar paso a la ensoñación más lívida. Cuando el deseo se agolpa en el pecho y explota en las palmas de las manos. Cuando los botones no ceden como deberían. Cuando la luna se pone regrandota como una pelotota y alumbra el callejón. Cuando los respiros y suspiros se dan a una distancia alarmante por su cercanía. Cuando te das cuenta de que cuatro letras son muy poca cosa para describir lo que se siente desde adentro, ahí, solo entonces ahí, es cuando sabes que estás enamorado.
Y me pasó justamente hoy hace cuatro años. Tanto que las luces fueron nimias y sus sombras fueron mías desde ese día y hasta ahora y para siempre. No hay suficientes palabras para decirlo como es, y sin embargo, lo exhalo con cada latido y lo inhalo con cada soplo de mi ser. ¡Estoy enamorado! Y no me da pena decirlo. He estado enamorado los últimos cuatro años de mi vida y sí, lo siento por aquellas paseantes que escucharon lo mismo de mi boca en el pasado, no tenía idea de lo que hablaba. Es tan cierto ese dicho de que no tienes idea de lo que es el amor hasta que te enamoras del amor de tu vida. Pues sí.
Mil veces pronuncié teamos, mil labios había besado yo, mil manos se unieron a las mías y ni así, ni así se podría llegar a acercar todo eso a lo que sentí cuando la miré. Tan altiva y hermosa, con el cabello en punta hacia abajo y esa sonrisa plena, con el suéter rosa de agujeritos y las botitas grises, con las manos en el volante y la situación bajo control. Yo, por dentro, me moría y me derretía con cada mirada y con cada insinuación de cercanía que, tarado como es uno, no alcanzaba a cachar.
Le vi el trasero cuando se levantó al baño, eso sí, no lo pude evitar. Y aunque hubiera podido, no quise, no me avergüenza pues se lo he dicho desde siempre. No es posible imaginar esa dicha, no es posible imaginar la dicha actual remontándonos cuatro años en el pasado. Estamos aquí y ahora, sintiéndonos como dos almas en una sola, es más, como cuatro almas en una sola, con la felicidad inmensa de sabernos expandidos en dos güeritos flaquitos que mantienen nuestras mentes y nuestros corazones ocupados y preocupados.
No hay manera de ser más feliz, se los juro. No cuando al despertar, en lugar de ver un rayo de luz cegándote desde la ventana, miras con toda la atención del mundo un par de ojos castaños que contienen la vida misma. No cuando pase lo que pase, el hogar estará caliente y la cama estará hirviendo. No cuando existe el complemento perfecto para cada pasaje de tus sueños.
Sí, también soy idealista y suelo no pensar más de lo necesario, es como siento. Las vueltas en la cabeza las utilizo para darle mucho más sentido a esto que se llama la vida petaca, que está envuelta en una coraza hecha del amor más puro que pueda existir.
Sé que las letras, aún las más bellas de la historia, no son comparables con lo que quiero decir en la realidad.
Sé y sabes que todo lo que hago es por y para ti. Para ti, lo más maravilloso que me ha podido pasar en la vida, para ti es lo que hago mejor. Y todos los días son un regalo, todos los días son para mí un regalo de Dios por estar contigo y con ellos. Desde hace cuatro años, vivo con el mejor regalo de todos.
Te amo, simplemente, Astrid.
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Well, that mockingbird’s gonna sail away
We’re gonna forget it
That big, fat moon is gonna shine like a spoon
But we’re gonna let it
You won’t regret it
Bob Dylan
Bob Dylan
Cuando te das cuenta de que el amor es simplemente una letra de cuatro letras. Cuando la conciencia se pierde por un instante para dar paso a la ensoñación más lívida. Cuando el deseo se agolpa en el pecho y explota en las palmas de las manos. Cuando los botones no ceden como deberían. Cuando la luna se pone regrandota como una pelotota y alumbra el callejón. Cuando los respiros y suspiros se dan a una distancia alarmante por su cercanía. Cuando te das cuenta de que cuatro letras son muy poca cosa para describir lo que se siente desde adentro, ahí, solo entonces ahí, es cuando sabes que estás enamorado.
Y me pasó justamente hoy hace cuatro años. Tanto que las luces fueron nimias y sus sombras fueron mías desde ese día y hasta ahora y para siempre. No hay suficientes palabras para decirlo como es, y sin embargo, lo exhalo con cada latido y lo inhalo con cada soplo de mi ser. ¡Estoy enamorado! Y no me da pena decirlo. He estado enamorado los últimos cuatro años de mi vida y sí, lo siento por aquellas paseantes que escucharon lo mismo de mi boca en el pasado, no tenía idea de lo que hablaba. Es tan cierto ese dicho de que no tienes idea de lo que es el amor hasta que te enamoras del amor de tu vida. Pues sí.
Mil veces pronuncié teamos, mil labios había besado yo, mil manos se unieron a las mías y ni así, ni así se podría llegar a acercar todo eso a lo que sentí cuando la miré. Tan altiva y hermosa, con el cabello en punta hacia abajo y esa sonrisa plena, con el suéter rosa de agujeritos y las botitas grises, con las manos en el volante y la situación bajo control. Yo, por dentro, me moría y me derretía con cada mirada y con cada insinuación de cercanía que, tarado como es uno, no alcanzaba a cachar.
Le vi el trasero cuando se levantó al baño, eso sí, no lo pude evitar. Y aunque hubiera podido, no quise, no me avergüenza pues se lo he dicho desde siempre. No es posible imaginar esa dicha, no es posible imaginar la dicha actual remontándonos cuatro años en el pasado. Estamos aquí y ahora, sintiéndonos como dos almas en una sola, es más, como cuatro almas en una sola, con la felicidad inmensa de sabernos expandidos en dos güeritos flaquitos que mantienen nuestras mentes y nuestros corazones ocupados y preocupados.
No hay manera de ser más feliz, se los juro. No cuando al despertar, en lugar de ver un rayo de luz cegándote desde la ventana, miras con toda la atención del mundo un par de ojos castaños que contienen la vida misma. No cuando pase lo que pase, el hogar estará caliente y la cama estará hirviendo. No cuando existe el complemento perfecto para cada pasaje de tus sueños.
Sí, también soy idealista y suelo no pensar más de lo necesario, es como siento. Las vueltas en la cabeza las utilizo para darle mucho más sentido a esto que se llama la vida petaca, que está envuelta en una coraza hecha del amor más puro que pueda existir.
Sé que las letras, aún las más bellas de la historia, no son comparables con lo que quiero decir en la realidad.
Sé y sabes que todo lo que hago es por y para ti. Para ti, lo más maravilloso que me ha podido pasar en la vida, para ti es lo que hago mejor. Y todos los días son un regalo, todos los días son para mí un regalo de Dios por estar contigo y con ellos. Desde hace cuatro años, vivo con el mejor regalo de todos.
Te amo, simplemente, Astrid.
¡¡¡ letem bi lait !!!
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miércoles, 12 de junio de 2013
PELANDO LA BANANA. Los dominicos. Volumen V.
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Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida -hasta entonces-, como en el lapso comprendido entre diciembre de 2010 y julio de 2011. Tres mini moronas se agolpaban en la panza de Astrid y yo, pendiente de todo lo que pudiera o no necesitar, comenzaba a ponerme más y más ansioso conforme el reloj y el calendario corrían.
El final del año 2010 y el comienzo del 2011 trajeron trabajos nuevos y una renovada y suficientemente relativa solvencia para enfrentar nuestro mayor reto como pareja: el ser papás. La casa galleta refulgía con cada aditamento que llevábamos para los bebés, ora unas calcomanías para su cuarto, ora una cuna, ora un par de pañaleros de PUMAS. No sabía hasta ese momento qué tan feliz me haría ver una cara regordeta y mugrosa mirándome, pero me lo imaginaba. Y las uñas comidas y la frente aperlada y las ansias embotadas y las ganas explotando, me carcomían la mente con ideas futuras y poco realistas.
Quería que el tiempo corriera para tener en mis brazos un bebé, pero también quería que el reloj corriera el doble de lento para tener a mi esposa solo para mí; aunque desde que tomamos la decisión de ser padres, supimos que habíamos dejado de pertenecernos de manera exclusiva. Yo siempre se lo he dicho y lo repito sin ningún tipo de tapujo: Astrid es mi vida entera. Por supuesto que mis hijos están incluidos, pues ya no es posible concebirla sin ellos, y a ellos sin su mamá.
La panza crecía a un ritmo descomunal, mientras que la mía -por un acuerdo previamente pactado-, disminuía también de forma fenomenal. Nunca en la vida estuve tan delgado y nunca en la vida me sentí tan fuerte como cuando Astrid estaba embarazada, mientras más embarazada estaba ella, más flaco quedaba yo. A mi cabeza venían frases como aquella que manifiesta que nunca se sabe qué tan fuerte es uno hasta que ser fuerte es la única alternativa disponible. Ella se volvió mi centro de gravedad, el ancla que mantenía mis sueños reales y funcionales, la manivela que me hacía funcionar como buen hombre de lata. Además, los agotadores trayectos manejando entre el tráfico matutino hacia el ginecólogo y el neonatólogo y demás logos, eran parte ya de nuestra rutina; también, el ir a dejar a Astrid al trabajo e irme al mío. Jamás voy a agradecerle a mi jefe lo suficiente por esos días en que legar tarde o salir temprano se convertían en obligaciones, pero siempre lo he mantenido así: mi familia y su bienestar es primero que todo.
Y manejaba, señores, como nunca en la vida y hasta con los ojos cerrados cuando el cansancio era ya extremo. Con el gusto en los cachetes y el doctor confirmando que dos galletotas completas y enormes estaban creciendo perfectamente en el vientre de su mamá, nos dimos a la tarea hercúlea de escoger los nombres ideales. El acuerdo era que yo escogería los nombres masculinos y Astrid los femeninos, obviamente dentro de los ya escogidos.
Alrededor del cuarto mes, el doctor miró entre las piernas de mis fetos y dijo con toda seguridad: "¡Son dos niños, bueno, eso parece, el próximo mes podré decirlo con certeza!". Mi cabeza explotó y la de Astrid también. Visiones hermosas del futuro se constituyeron en mi imaginación, visiones de deportes y gritos en el estadio, visiones de tacleadas y juegos rudos, visiones de niñas guapas visitando mi casa. Mateo y Rodrigo serían los elegidos.
Mis propias obsesiones -además del acuerdo establecido-, me hicieron buscar un segundo nombre a juego con sus apellidos. Originalmente, y en pleno homenaje a mi papá, yo quería que uno de los niños llevara el nombre de José, y gratamente, coincidía que el nombre del papá de Astrid también es José (Juan). Astrid misma quería que uno de los niños se llamara como yo, así que las propuestas originales eran Luis Mateo y José Rodrigo. Pero entonces el portero de España apareció en el horizonte, y el cada vez más vasco nombre Iker no dejaba de rondarnos la cabeza. Iker Rodrigo no era una opción, la cacofonía y reverberación de las R-R no me dejaban vivir en paz. Iker Mateo sonó mejor, corto y contundente: "La buena noticia del don de Dios". Luis Rodrigo cobró vida entonces: "Guerrero rico en gloria".
Mateo llegaría al mundo como primero anunciando la bienaventuranza del nacimiento de ese par de estrellas que cambiarían nuestra vida por completo. Rodrigo llegaría de escolta trayendo la gloria para todos nosotros. Todo, los tres estaban perfectos, yo con eso ya estaba en el cielo.
A simple vista y habiendo observado siempre los toros desde la barrera, esto de la paternidad parecía muy sencillo; vamos, todo mundo lo hace, más de lo que deberían, creo. Gente fea va y gente fea se viene y se reproduce, trayendo chamacos gritones y feos a este valle de lágrimas y, uno como quiera, ¿pero las criaturas? Por eso digo que en un rápido vistazo, eso de ser papá parecía lo más fácil del mundo, como si todos lo entendieran como yo, como si todos lo gozaran como yo, como si todos lo vivieran como yo. Quizá. Mis uñas se salvaban por milésimas de milímetro, mi cuello me llamaba para que lo convirtiera en un campo de batalla contra la neurodermatitis.
Estaban a punto de llegar y mi convicción de tenerlos siempre a la vista se hacía cada vez más determinada, y sin embargo, siempre estaría la cosquilla de lo que puedan o no estar haciendo: Si se despiertan en la noche con un llanto indefinido e indefendible, si al aprender a gatear se dan trescientos mil sopapos contra el piso cuales humanos Bambis, si con sus primeros pasos se estrellan contra la orilla de la mesa, si el librero se convierte en un perfecto escalódromo de bebés, si se raspan las rodillas al caer de la patineta, si su tío les regala su primera motocicleta, si ese niño gordo y horrible les quita su almuerzo, si esas niñas malas les rompen el corazón, si se mueren de miedo cuando vayan a nacer sus propios bebés.
Después de todo, uno no viene a la vida a sufrir, no es el trato. Sufre quien quiere. Estaba listo para gozar a mis bebés hasta que, sin dejar de ser "mis bebés", emprendan el vuelo hacia sus destinos particulares. Después gozaría sus presencias tanto como sus ausencias; sus llamadas y sus silencios, y sus abrazos y sus desdenes. Sin reproches, después de todo, la vida estaría sido buena conmigo al permitirme conocerlos, ser su padre y su guía y su mentor y demás.
Parte de esta serie:
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida -hasta entonces-, como en el lapso comprendido entre diciembre de 2010 y julio de 2011. Tres mini moronas se agolpaban en la panza de Astrid y yo, pendiente de todo lo que pudiera o no necesitar, comenzaba a ponerme más y más ansioso conforme el reloj y el calendario corrían.
El final del año 2010 y el comienzo del 2011 trajeron trabajos nuevos y una renovada y suficientemente relativa solvencia para enfrentar nuestro mayor reto como pareja: el ser papás. La casa galleta refulgía con cada aditamento que llevábamos para los bebés, ora unas calcomanías para su cuarto, ora una cuna, ora un par de pañaleros de PUMAS. No sabía hasta ese momento qué tan feliz me haría ver una cara regordeta y mugrosa mirándome, pero me lo imaginaba. Y las uñas comidas y la frente aperlada y las ansias embotadas y las ganas explotando, me carcomían la mente con ideas futuras y poco realistas.
Quería que el tiempo corriera para tener en mis brazos un bebé, pero también quería que el reloj corriera el doble de lento para tener a mi esposa solo para mí; aunque desde que tomamos la decisión de ser padres, supimos que habíamos dejado de pertenecernos de manera exclusiva. Yo siempre se lo he dicho y lo repito sin ningún tipo de tapujo: Astrid es mi vida entera. Por supuesto que mis hijos están incluidos, pues ya no es posible concebirla sin ellos, y a ellos sin su mamá.
La panza crecía a un ritmo descomunal, mientras que la mía -por un acuerdo previamente pactado-, disminuía también de forma fenomenal. Nunca en la vida estuve tan delgado y nunca en la vida me sentí tan fuerte como cuando Astrid estaba embarazada, mientras más embarazada estaba ella, más flaco quedaba yo. A mi cabeza venían frases como aquella que manifiesta que nunca se sabe qué tan fuerte es uno hasta que ser fuerte es la única alternativa disponible. Ella se volvió mi centro de gravedad, el ancla que mantenía mis sueños reales y funcionales, la manivela que me hacía funcionar como buen hombre de lata. Además, los agotadores trayectos manejando entre el tráfico matutino hacia el ginecólogo y el neonatólogo y demás logos, eran parte ya de nuestra rutina; también, el ir a dejar a Astrid al trabajo e irme al mío. Jamás voy a agradecerle a mi jefe lo suficiente por esos días en que legar tarde o salir temprano se convertían en obligaciones, pero siempre lo he mantenido así: mi familia y su bienestar es primero que todo.
Y manejaba, señores, como nunca en la vida y hasta con los ojos cerrados cuando el cansancio era ya extremo. Con el gusto en los cachetes y el doctor confirmando que dos galletotas completas y enormes estaban creciendo perfectamente en el vientre de su mamá, nos dimos a la tarea hercúlea de escoger los nombres ideales. El acuerdo era que yo escogería los nombres masculinos y Astrid los femeninos, obviamente dentro de los ya escogidos.
Alrededor del cuarto mes, el doctor miró entre las piernas de mis fetos y dijo con toda seguridad: "¡Son dos niños, bueno, eso parece, el próximo mes podré decirlo con certeza!". Mi cabeza explotó y la de Astrid también. Visiones hermosas del futuro se constituyeron en mi imaginación, visiones de deportes y gritos en el estadio, visiones de tacleadas y juegos rudos, visiones de niñas guapas visitando mi casa. Mateo y Rodrigo serían los elegidos.
Mis propias obsesiones -además del acuerdo establecido-, me hicieron buscar un segundo nombre a juego con sus apellidos. Originalmente, y en pleno homenaje a mi papá, yo quería que uno de los niños llevara el nombre de José, y gratamente, coincidía que el nombre del papá de Astrid también es José (Juan). Astrid misma quería que uno de los niños se llamara como yo, así que las propuestas originales eran Luis Mateo y José Rodrigo. Pero entonces el portero de España apareció en el horizonte, y el cada vez más vasco nombre Iker no dejaba de rondarnos la cabeza. Iker Rodrigo no era una opción, la cacofonía y reverberación de las R-R no me dejaban vivir en paz. Iker Mateo sonó mejor, corto y contundente: "La buena noticia del don de Dios". Luis Rodrigo cobró vida entonces: "Guerrero rico en gloria".
Mateo llegaría al mundo como primero anunciando la bienaventuranza del nacimiento de ese par de estrellas que cambiarían nuestra vida por completo. Rodrigo llegaría de escolta trayendo la gloria para todos nosotros. Todo, los tres estaban perfectos, yo con eso ya estaba en el cielo.
A simple vista y habiendo observado siempre los toros desde la barrera, esto de la paternidad parecía muy sencillo; vamos, todo mundo lo hace, más de lo que deberían, creo. Gente fea va y gente fea se viene y se reproduce, trayendo chamacos gritones y feos a este valle de lágrimas y, uno como quiera, ¿pero las criaturas? Por eso digo que en un rápido vistazo, eso de ser papá parecía lo más fácil del mundo, como si todos lo entendieran como yo, como si todos lo gozaran como yo, como si todos lo vivieran como yo. Quizá. Mis uñas se salvaban por milésimas de milímetro, mi cuello me llamaba para que lo convirtiera en un campo de batalla contra la neurodermatitis.
Estaban a punto de llegar y mi convicción de tenerlos siempre a la vista se hacía cada vez más determinada, y sin embargo, siempre estaría la cosquilla de lo que puedan o no estar haciendo: Si se despiertan en la noche con un llanto indefinido e indefendible, si al aprender a gatear se dan trescientos mil sopapos contra el piso cuales humanos Bambis, si con sus primeros pasos se estrellan contra la orilla de la mesa, si el librero se convierte en un perfecto escalódromo de bebés, si se raspan las rodillas al caer de la patineta, si su tío les regala su primera motocicleta, si ese niño gordo y horrible les quita su almuerzo, si esas niñas malas les rompen el corazón, si se mueren de miedo cuando vayan a nacer sus propios bebés.
Después de todo, uno no viene a la vida a sufrir, no es el trato. Sufre quien quiere. Estaba listo para gozar a mis bebés hasta que, sin dejar de ser "mis bebés", emprendan el vuelo hacia sus destinos particulares. Después gozaría sus presencias tanto como sus ausencias; sus llamadas y sus silencios, y sus abrazos y sus desdenes. Sin reproches, después de todo, la vida estaría sido buena conmigo al permitirme conocerlos, ser su padre y su guía y su mentor y demás.
Parte de esta serie:
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Vainilla con:
amar,
amigos,
apego,
barba,
cachetes,
d.f.,
destino,
existencia,
Fairy Goddess,
familia,
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Galletas,
mi bella dama,
mi historia,
miedo,
Pablo,
Pelando la banana,
sueño
martes, 14 de mayo de 2013
... Saints or virgins or lunatics ...
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Mi papá me enseñó a gustar de lo que es bueno. Relativamente bueno porque le voy a los PUMAS aunque él era ferviente seguidor del Toluca. Toluca es la tierra de mi padre, y mi padre puede tenerla, por supuesto. No estoy interesado en férreas disputas por el territorio tácito, real o imaginario, ya sea una porción de terreno o un sitio en el alma. Tampoco es mi intención desatar batallas intestinas, ni de ningún otro tipo. Astrid lo dice y lo dice bien: Lo único que le debo a mi madre es ser feliz. Y lo soy y lo seré.
Me río mucho de la gente, a cada paso que doy y a cada paso que cualquier persona da, por supuesto sin malicia ni deseos de pesar; pero he descubierto en mí una extraña sensación de superioridad moral/ética/cósmica que sin embargo no deja de clavarme sus patitas en la nuca. Explico con un ejemplo de hoy en la mañana: Llegó un compañero godínez con una invitación para la boda de otra compañera godínez, negra, muy elegante (la invitación, no la compañera), para una ceremonia civil en un lienzo charro con el novio vestido de charro. Yo pensé que, además de lo común y corriente que son las bodas charras, hay peores, así que sentí pena ajena y me sentí como un Dios al saber que mi boda no va a ser ridícula. Tanto.
Pienso también en la descarnada dualidad apatía/activismo que rige las redes sociales virtuales y reales, y no puedo dejar de imaginar que mi papá hubiera sido un dios en el tuíter. Sarcástico, burlón y mamador impresionante como no he conocido otro jamás. O al menos así lo recuerdo. Cuando, arriba del escenario, se abría la gabardina y enseñaba la trusa Zaga a una inocente muchachilla que iba pasando de casualidad. O la temporada que escribió y dirigió un "Homenaje en vida" a Alberto Cortés, y él y su compañía recitaban las canciones más famosas en una historia que yo, a mis nueve o diez años, no entendía del todo, pero que abarrotaba los recintos en donde se presentaba porque, claro, en los carteles no decía que Alberto Cortés no iba a estar presente, pero tampoco que SÍ.
Y resulta que todos somos locos en nuestra muy particular manera. Este año quise una fiesta de cumpleaños. Acostumbrado como estoy a las multitudes ruidosas dela familia de Astrid mi nueva familia, este año quise una comida/fiesta/carne asada de cumpleaños. Todo era perfecto (hasta el momento de pagar las cuentas, por supuesto, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión). Parrillero: checked. Asador: checked. Carne: checked. Todo gratis, porque mi único amigo de la vida es un obseso del carbón y lo que más ama en el mundo es asar carne, así que como regalo de mí para él, lo nombré parrillero oficial de todas las fiestas de la historia. El asador me lo prestaría mi mamá, y la carne fue un regalo -REGALAZO- de mi hermano el carnívoro. Y el mejor pastel del mundo mundial, proveído por la niña de los mil apodos, que además me regaló unas letras hermosas.
El único problema entre comillas, era la falta de ganas de socializar que tengo pegada en la epidermis desde siempre. Y muchas veces me gana la falta de ganas, que no la falta de deseos. Como bien saben los que siguen estas letras desde hace más de cinco años, no me gusta estar solo. Disfruto el personaje de héroe trágico pero tengo que decir que esa capa ya me queda grande. A estas alturas no puedo permitirme tener demonios internos que me impidan hacer cosas; suficiente tengo ya con un par de demonillos externos que, aunque tampoco me dejan hacer cosas, las cosas que sí me dejan hacer son las que más disfruto de la vida: Sentarme en el piso a que Mátiuz me explique toda la intrincada trama de un capítulo de Pooh, o dejar que Guogüi me aplaste mientras canta canciones de Barney.
El domingo pasado fue mi fiesta de cumpleaños, y vinieron casi todos mis amigos, mis tías y mi abuelita de Toluca, mi mamá y Papá E y Mamá Martha, primos, sobrinos y demás, y mi nueva hermana salchicha. Los que no vinieron fueron poco extrañados, y los que sí, fueron recibidos con mucho cariño, y guarecidos de la lluvia al interior de mi casa. Para mí todo salió bien. No sé todos, pero yo estuve muy feliz, porque a pesar de las diferencias entre las falibles condiciones humanas de cada uno, me doy cuenta de que no necesito ser un héroe trágico ni un héroe con poderes, la gente suele sentir cariño por mí, a pesar de mi talante continuamente sarcástico, burlón y mamador impresionante. Yo no sé mañana, pero hoy soy feliz y pleno porque tengo lo que necesito para ser feliz.
Por supuesto que un post feLuisz relatando mi más feluiszísimo cumpleaños no podría estar completo sin rendir tributo a la mejor mujer del mundo. Astrid es mi esposa y es mi amante y es mi amiga y es todo lo que un hombre como yo necesita. Todos los días amanezco y tengo junto a mí lo que tanto tiempo pretendí. Sufro su dolor y gozo su placer. Estamos a punto de cumplir cuatro años juntos, y nuestros bebés, dos años de feliz y acelerada vida. No hay más que agradecer lo que Dios nos ha dado y lo que nosotros hemos construido juntos.
Tampoco se la crean tanto, sigo odiando a todo el mundo y estoy muy malote de mi tolerancia, sin embargo creo que todos merecemos una oportunidad para cambiar y quitarnos de encima todo aquello que, aunque haya estado con nosotros desde siempre, no nos hace bien. Yo, no sin mucho trabajo y esfuerzo, me he estado quitando de a poco los vicios del solitario, para adoptar las virtudes del hombre de familia que soy. Que quiero ser y que mi familia y yo merecemos que sea.
Por mis padres y por mis hijos ...
Y por Astrid, que es mi sol y mis estrellas ...
¡¡¡ letem bi lait !!!
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I know we’re not saints or virgins or lunatics; we know all the lust and lavatory jokes, and most of the dirty people; we can catch buses and count our change and cross the roads and talk real sentences. But our innocence goes awfully deep, and our discreditable secret is that we don’t know anything at all, and our horrid inner secret is that we don’t care that we don’t
Dylan Thomas
Mi papá me enseñó a gustar de lo que es bueno. Relativamente bueno porque le voy a los PUMAS aunque él era ferviente seguidor del Toluca. Toluca es la tierra de mi padre, y mi padre puede tenerla, por supuesto. No estoy interesado en férreas disputas por el territorio tácito, real o imaginario, ya sea una porción de terreno o un sitio en el alma. Tampoco es mi intención desatar batallas intestinas, ni de ningún otro tipo. Astrid lo dice y lo dice bien: Lo único que le debo a mi madre es ser feliz. Y lo soy y lo seré.
Me río mucho de la gente, a cada paso que doy y a cada paso que cualquier persona da, por supuesto sin malicia ni deseos de pesar; pero he descubierto en mí una extraña sensación de superioridad moral/ética/cósmica que sin embargo no deja de clavarme sus patitas en la nuca. Explico con un ejemplo de hoy en la mañana: Llegó un compañero godínez con una invitación para la boda de otra compañera godínez, negra, muy elegante (la invitación, no la compañera), para una ceremonia civil en un lienzo charro con el novio vestido de charro. Yo pensé que, además de lo común y corriente que son las bodas charras, hay peores, así que sentí pena ajena y me sentí como un Dios al saber que mi boda no va a ser ridícula. Tanto.
Pienso también en la descarnada dualidad apatía/activismo que rige las redes sociales virtuales y reales, y no puedo dejar de imaginar que mi papá hubiera sido un dios en el tuíter. Sarcástico, burlón y mamador impresionante como no he conocido otro jamás. O al menos así lo recuerdo. Cuando, arriba del escenario, se abría la gabardina y enseñaba la trusa Zaga a una inocente muchachilla que iba pasando de casualidad. O la temporada que escribió y dirigió un "Homenaje en vida" a Alberto Cortés, y él y su compañía recitaban las canciones más famosas en una historia que yo, a mis nueve o diez años, no entendía del todo, pero que abarrotaba los recintos en donde se presentaba porque, claro, en los carteles no decía que Alberto Cortés no iba a estar presente, pero tampoco que SÍ.
Y resulta que todos somos locos en nuestra muy particular manera. Este año quise una fiesta de cumpleaños. Acostumbrado como estoy a las multitudes ruidosas de
El único problema entre comillas, era la falta de ganas de socializar que tengo pegada en la epidermis desde siempre. Y muchas veces me gana la falta de ganas, que no la falta de deseos. Como bien saben los que siguen estas letras desde hace más de cinco años, no me gusta estar solo. Disfruto el personaje de héroe trágico pero tengo que decir que esa capa ya me queda grande. A estas alturas no puedo permitirme tener demonios internos que me impidan hacer cosas; suficiente tengo ya con un par de demonillos externos que, aunque tampoco me dejan hacer cosas, las cosas que sí me dejan hacer son las que más disfruto de la vida: Sentarme en el piso a que Mátiuz me explique toda la intrincada trama de un capítulo de Pooh, o dejar que Guogüi me aplaste mientras canta canciones de Barney.
El domingo pasado fue mi fiesta de cumpleaños, y vinieron casi todos mis amigos, mis tías y mi abuelita de Toluca, mi mamá y Papá E y Mamá Martha, primos, sobrinos y demás, y mi nueva hermana salchicha. Los que no vinieron fueron poco extrañados, y los que sí, fueron recibidos con mucho cariño, y guarecidos de la lluvia al interior de mi casa. Para mí todo salió bien. No sé todos, pero yo estuve muy feliz, porque a pesar de las diferencias entre las falibles condiciones humanas de cada uno, me doy cuenta de que no necesito ser un héroe trágico ni un héroe con poderes, la gente suele sentir cariño por mí, a pesar de mi talante continuamente sarcástico, burlón y mamador impresionante. Yo no sé mañana, pero hoy soy feliz y pleno porque tengo lo que necesito para ser feliz.
Por supuesto que un post feLuisz relatando mi más feluiszísimo cumpleaños no podría estar completo sin rendir tributo a la mejor mujer del mundo. Astrid es mi esposa y es mi amante y es mi amiga y es todo lo que un hombre como yo necesita. Todos los días amanezco y tengo junto a mí lo que tanto tiempo pretendí. Sufro su dolor y gozo su placer. Estamos a punto de cumplir cuatro años juntos, y nuestros bebés, dos años de feliz y acelerada vida. No hay más que agradecer lo que Dios nos ha dado y lo que nosotros hemos construido juntos.
Tampoco se la crean tanto, sigo odiando a todo el mundo y estoy muy malote de mi tolerancia, sin embargo creo que todos merecemos una oportunidad para cambiar y quitarnos de encima todo aquello que, aunque haya estado con nosotros desde siempre, no nos hace bien. Yo, no sin mucho trabajo y esfuerzo, me he estado quitando de a poco los vicios del solitario, para adoptar las virtudes del hombre de familia que soy. Que quiero ser y que mi familia y yo merecemos que sea.
Por mis padres y por mis hijos ...
Y por Astrid, que es mi sol y mis estrellas ...
¡¡¡ letem bi lait !!!
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miércoles, 20 de marzo de 2013
PELANDO LA BANANA. Los dominicos. Volumen IV.
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Y entonces, Astrid se fue a España de congreso de trabajo. Las noticias de que para lograr nuestro más anhelado sueño de tener un bebé pasaban necesariamente por un fuerte desembolso de dinero, no hicieron la estadía sin ella más fácil. Al contrario, yo me devanaba los sesos y me comía las uñas, como gallina sin cabeza, esperando su regreso, porque, lo sabe todo el mundo, yo sin ella no funciono. Vaya que la extrañé como no tienen idea, ya el año anterior se había ido a Suiza y Francia, también de congreso de trabajo, pero ahora, ya viviendo juntos y con la idea más clara de intentar tener a nuestro Rodrigo o a nuestra Andrea, simplemente esos diez días que no estuvo aquí, fueron un suplicio para mí.
Lo único que podía hacer para aligerar la presión que se sentía en el aire, era preparar una gran sorpresa para su llegada. Aprovechando que s vuelo aterrizaba a una hora grosera de la madrugada, y aprovechando que nadie más que yo iba a ir al aeropuerto a recogerla. Compré rosas y las despetalé. Construí un camino de pétalos desde la puerta hacia la cama, en donde, con los mismos pétalos arrancados puse: ?Te quieres casar conmigo? (puntos extra si notan el error ortográfico). Lo más chistoso fue que tuve que improvisar, pues al llegar a casa, Astrid se moría de ganas de ir al baño, así que tuve que vendarle los ojos para que pudiera pasar antes de mirarlo todo. Así fue, entró al baño y en un momento ya estaba fuera de nuevo para seguir el camino de las rosas hasta la cama que ya compartíamos, y entonces lo leyó. Volteó a mirarme y ya estaba yo con el anillo listo, el mismo que aún luce en su mano izquierda y que no pienso dejar que se quite jamás.
Decidimos, ahí, solos, en nuestro hogar, que nos queríamos lo suficiente y para siempre como para estar juntos pasara lo que pasara. No había más qué decir, y entonces sí, con el cinturón apretado y las gónadas muy bien puestas, volvimos a la clínica de fertilidad dispuestos a hacer un último intento por reproducirnos, aunque fuera asistidos. La teoría funcionaba muy bien, Astrid tenía que inyectarse la panza y tomar miles de medicinas cada cinco segundos para lograr que muchos óvulos se asomaran y quisieran ser parte de la fiesta; yo simplemente tenía que hacer lo que sé hacer mejor: ver porno heterosexual y... bueno, asomar a los muchachos también invitados a la fiesta.
En la práctica, las cosas no fueron tan básicas. Los medicamentos tenían, si no efectos secundarios prolongados y progresivos sobre Astrid, sí tenían sus buenas dosis de molestias. Además del incontrovertible hecho de ir a Santa Fe con tráfico incesante un día sí y otro también a las siete de la mañana, programar la consulta con el ultrasonido, mirar los adentros buscando la forma en la que los óvulos iban creciendo y madurando, además de volver al trabajo lejanísimo y con un tráfico aún más incesante. Yo solo esperaba el momento en que me iban a dejar ver porno.
Por fin llegó el día en que las inyecciones y las medicinas se acabaron, y entonces los óvulos que se asomaron a la fiesta, que fueron veintidós, estaban listos para peinarse, vestirse y ser sacados por una jeringa muy guapa y de corbatín. Esta teoría tampoco parecía complicada, pero de nuevo, la práctica no resultó tan inspiradora. Astrid fue medio anestesiada para que una aspiradora sacara de su comodidad a esas veintidós mitades de bebé que estaban ahí en su panza, mientras que yo, por fin fui inducido al salón de la chaqueta a ver una película en la que lo que menos faltó, fueron tetas, así que por mi parte, estuve listo en un minuto, sin embargo me detuve a seguir viendo la telecita para ver si sucedía algo que mereciera una segunda toma. Como no, salí y Astrid no salió hasta una hora después. Adolorida y feliz, regresamos a casa. Y esa vez fue la primera vez que dejamos a los niños solos.
La sorpresa corrió cuando el perpetrador de bebés nos llamó al siguiente día para avisarnos que, en la fiesta de solteros, de los veintidós óvulos que parrandearon por ahí, junto con mil millones de espermatozoides, habían fecundado catorce. ¡Catorce! ¡Catorce señores! Uno, incluso, goloso, fue fecundado por dos espermatozoides, siendo descartado de inmediato. Nos pusimos más felices aún, y gritamos de contentos, o no, no me acuerdo.
El punto es que, dos días después, volvimos a la clínica y ahora sí, la cosa se puso fea para Astrid. Completamente anestesiada, iba a recibir en su vientre a tres moronas de galleta completamente listas para crecer. De los catorce que tenía, tres resultaron ser los mejores embriones, los más valientes, los más fuertes, los que contaban con las mayores aptitudes para sobrevivir. Tres embriones más, los que quedaron en segundo lugar en las vencidas, fueron congelados para futuras referencias. Los otros ocho, lamentablemente, no lograron funcionar. Aquí fue la primera vez que nos enfrentamos a ese conflicto ético que ya no nos dejaría hasta ahora. ¿Qué iba a pasar con los embriones que fueran desechados? ¿Tenían alma o tuvieron alguna vez? ¿Qué con los congelados? Cercanos y favoritos de Dios como somos, lo único que nos produjo consuelo fue rezar por ellos, pero sobre todo rezar porque los que estaban dentro de su mamá quisieran quedarse.
Sabíamos que solo teníamos una oportunidad. LO habíamos hablado incansablemente antes y decidimos que solamente lo íbamos a intentar una vez. Si no lo lográbamos, Dios quería que nuestro camino fuera otro. La adopción era el tema más recurrente en ese caso que, afortunada o desafortunadamente no hubo oportunidad de probar. Nos habían dicho que el porcentaje de éxito era menos del cincuenta por ciento, lo cual es bastante alto, considerando que la probabilidad general de que un coito sin protección produzca un embarazo es menor al doce por ciento, o eso nos dijeron. Sin embargo era una moneda al aire, y tampoco podíamos confiar en que tres cabezas piensan mejor que una, dentro del útero, cada embrión luchaba por su propia subsistencia. Los tres nombres los teníamos preparados: Rodrigo, Mateo y Tomás; Andrea, Valeria y Sofía.
La prueba de embarazo resultó positiva, y las letras más hermosas de la vida me recibieron una fría noche de diciembre, en el que la confirmación llegó en forma de...
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Y entonces, Astrid se fue a España de congreso de trabajo. Las noticias de que para lograr nuestro más anhelado sueño de tener un bebé pasaban necesariamente por un fuerte desembolso de dinero, no hicieron la estadía sin ella más fácil. Al contrario, yo me devanaba los sesos y me comía las uñas, como gallina sin cabeza, esperando su regreso, porque, lo sabe todo el mundo, yo sin ella no funciono. Vaya que la extrañé como no tienen idea, ya el año anterior se había ido a Suiza y Francia, también de congreso de trabajo, pero ahora, ya viviendo juntos y con la idea más clara de intentar tener a nuestro Rodrigo o a nuestra Andrea, simplemente esos diez días que no estuvo aquí, fueron un suplicio para mí.
Lo único que podía hacer para aligerar la presión que se sentía en el aire, era preparar una gran sorpresa para su llegada. Aprovechando que s vuelo aterrizaba a una hora grosera de la madrugada, y aprovechando que nadie más que yo iba a ir al aeropuerto a recogerla. Compré rosas y las despetalé. Construí un camino de pétalos desde la puerta hacia la cama, en donde, con los mismos pétalos arrancados puse: ?Te quieres casar conmigo? (puntos extra si notan el error ortográfico). Lo más chistoso fue que tuve que improvisar, pues al llegar a casa, Astrid se moría de ganas de ir al baño, así que tuve que vendarle los ojos para que pudiera pasar antes de mirarlo todo. Así fue, entró al baño y en un momento ya estaba fuera de nuevo para seguir el camino de las rosas hasta la cama que ya compartíamos, y entonces lo leyó. Volteó a mirarme y ya estaba yo con el anillo listo, el mismo que aún luce en su mano izquierda y que no pienso dejar que se quite jamás.
Decidimos, ahí, solos, en nuestro hogar, que nos queríamos lo suficiente y para siempre como para estar juntos pasara lo que pasara. No había más qué decir, y entonces sí, con el cinturón apretado y las gónadas muy bien puestas, volvimos a la clínica de fertilidad dispuestos a hacer un último intento por reproducirnos, aunque fuera asistidos. La teoría funcionaba muy bien, Astrid tenía que inyectarse la panza y tomar miles de medicinas cada cinco segundos para lograr que muchos óvulos se asomaran y quisieran ser parte de la fiesta; yo simplemente tenía que hacer lo que sé hacer mejor: ver porno heterosexual y... bueno, asomar a los muchachos también invitados a la fiesta.
En la práctica, las cosas no fueron tan básicas. Los medicamentos tenían, si no efectos secundarios prolongados y progresivos sobre Astrid, sí tenían sus buenas dosis de molestias. Además del incontrovertible hecho de ir a Santa Fe con tráfico incesante un día sí y otro también a las siete de la mañana, programar la consulta con el ultrasonido, mirar los adentros buscando la forma en la que los óvulos iban creciendo y madurando, además de volver al trabajo lejanísimo y con un tráfico aún más incesante. Yo solo esperaba el momento en que me iban a dejar ver porno.
Por fin llegó el día en que las inyecciones y las medicinas se acabaron, y entonces los óvulos que se asomaron a la fiesta, que fueron veintidós, estaban listos para peinarse, vestirse y ser sacados por una jeringa muy guapa y de corbatín. Esta teoría tampoco parecía complicada, pero de nuevo, la práctica no resultó tan inspiradora. Astrid fue medio anestesiada para que una aspiradora sacara de su comodidad a esas veintidós mitades de bebé que estaban ahí en su panza, mientras que yo, por fin fui inducido al salón de la chaqueta a ver una película en la que lo que menos faltó, fueron tetas, así que por mi parte, estuve listo en un minuto, sin embargo me detuve a seguir viendo la telecita para ver si sucedía algo que mereciera una segunda toma. Como no, salí y Astrid no salió hasta una hora después. Adolorida y feliz, regresamos a casa. Y esa vez fue la primera vez que dejamos a los niños solos.
La sorpresa corrió cuando el perpetrador de bebés nos llamó al siguiente día para avisarnos que, en la fiesta de solteros, de los veintidós óvulos que parrandearon por ahí, junto con mil millones de espermatozoides, habían fecundado catorce. ¡Catorce! ¡Catorce señores! Uno, incluso, goloso, fue fecundado por dos espermatozoides, siendo descartado de inmediato. Nos pusimos más felices aún, y gritamos de contentos, o no, no me acuerdo.
El punto es que, dos días después, volvimos a la clínica y ahora sí, la cosa se puso fea para Astrid. Completamente anestesiada, iba a recibir en su vientre a tres moronas de galleta completamente listas para crecer. De los catorce que tenía, tres resultaron ser los mejores embriones, los más valientes, los más fuertes, los que contaban con las mayores aptitudes para sobrevivir. Tres embriones más, los que quedaron en segundo lugar en las vencidas, fueron congelados para futuras referencias. Los otros ocho, lamentablemente, no lograron funcionar. Aquí fue la primera vez que nos enfrentamos a ese conflicto ético que ya no nos dejaría hasta ahora. ¿Qué iba a pasar con los embriones que fueran desechados? ¿Tenían alma o tuvieron alguna vez? ¿Qué con los congelados? Cercanos y favoritos de Dios como somos, lo único que nos produjo consuelo fue rezar por ellos, pero sobre todo rezar porque los que estaban dentro de su mamá quisieran quedarse.
Sabíamos que solo teníamos una oportunidad. LO habíamos hablado incansablemente antes y decidimos que solamente lo íbamos a intentar una vez. Si no lo lográbamos, Dios quería que nuestro camino fuera otro. La adopción era el tema más recurrente en ese caso que, afortunada o desafortunadamente no hubo oportunidad de probar. Nos habían dicho que el porcentaje de éxito era menos del cincuenta por ciento, lo cual es bastante alto, considerando que la probabilidad general de que un coito sin protección produzca un embarazo es menor al doce por ciento, o eso nos dijeron. Sin embargo era una moneda al aire, y tampoco podíamos confiar en que tres cabezas piensan mejor que una, dentro del útero, cada embrión luchaba por su propia subsistencia. Los tres nombres los teníamos preparados: Rodrigo, Mateo y Tomás; Andrea, Valeria y Sofía.
La prueba de embarazo resultó positiva, y las letras más hermosas de la vida me recibieron una fría noche de diciembre, en el que la confirmación llegó en forma de...
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martes, 12 de febrero de 2013
... When one burns one’s bridges ...
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Albert Camus y su profunda sabiduría, inspiradora de las más intensas palabras del apego (para mí), me ha hecho advertir, tiempo ha, que no es sencillo ser un pasajero más, ni tener como destino el olvido. Dylan Thomas lo sabe y en "Do not go gentle into that good night" eriza la piel al pronunciar las palabras más cargadas de dolor filial de las que tenga memoria. Seguidas de cerca por "Hombre preso que mira a su hijo".
El punto es que, por mucho que una quiera estar bien y sentirse bien, no se está del todo tranquilo cuando algo falta. Soy un hombre tranquilo que aprecia el silencio, pero al momento de escribir, no puedo ser un tipo de pocas palabras, lo siento, intento explicar com palabras lo que atribula a mi cucharoncito. La intensidad de una pérdida súbita no es comparable, por ningún motivo, al desgastante y tremendamente 'rompemadres' chipi-chipi de una pérdida anunciada. No es lo mismo morir de un tajo de espada justiciera al cuello, que esperar la eternidad que tarda una gota continua en ahogar.
Tengo una madre sumamente valiente. Yo la admiro. Es mi ejemplo a seguir y la imagen que tengo de ella, es la que quiero que tengan mis hijos de mí en su momento, no ahora ni en pocos años, eso sería mucho pedir. Lo que quiero decir, es que mi madre peleó por sus hijos de la manera en que mejor pudo, quiso o creyó. Y yo se lo agradezco. Le agradezco el que, aunque ni yo ni mi hermano nos hayamos podido dar cuenta, nos haya salvado del pantano. Le agradezco el que, a pesar de saber ya la verdad a esta edad adultísima que tengo, no pueda tener ni un solo recuerdo negativo de mi padre, ni una sola pelea, ni un solo grito, ni una sola bofetada. Lo que yo recuerdo de mi padre es siempre una sonrisa y unos grandes cachetes rosados cubiertos de pelo que me decían que yo era como una campana: "tan-galán-tan-galán".
Tal vez por eso, su ausencia incomprendida fue un poco más llevadera para mí. Hay cosas que algún día tendré que platicar largo y tendido con mi hermano, porque la diferencia de cuatro años de vida es en realidad toda una vida. Yo era un prepúber cuando mi papá se murió. De cirrosis. Lo entendí aunque no del todo. Y entre todas las cosas que aún me duelen y que no van a dejar de doler nunca, está el no haber entendido cómo es que mi hermano lo entendió. Yo tenía doce años y una vergüenza tremenda de decir: "mi papá se murió porque tomaba mucho", es más, con una vergüenza tremenda de decir: "mi papá se murió, punto". No me pidan entenderlo porque ni siquiera yo lo sé. Ahora soy un adulto y sé que la muerte es algo natural, infinitamente doloroso e inevitable, pero natural; pero en ese entonces, hace dieciocho años ya, yo no quería que mis amigos se enteraran que mi papá se había muerto, yo no quería que nadie supiera que me estaba doliendo, y de qué manera, el alma. Yo quería que mis amigos me entendieran y que supieran lo que yo sentía. Quería -y es la primera vez que exteriorizo esto- que se murieran los papás de todos mis amigos para no estar solo en el ojo de este dolor que me quemaba por dentro.
El día que se murió mi papá bajé junto con mi hermano a jugar futbol con los cuates de la cuadra. Metí dos goles y corrí como desesperado por todos lados. En la noche lloré como nunca en la vida, solo. Y no estaba solo, mi mamá y mi hermano y Dios estaban conmigo, pero yo estaba inmerso en esta ola creciente de pena que era incapaz de verlo.
Ahora no me imagino qué ni cómo habrá sido todo ese proceso para mi hermano, que en ese entonces tenía ocho años. Menos puedo imaginarme, en este momento, cómo sería algo así en un niño más pequeño, o en una niña, según sea el caso. Por muy inteligentes que sean, por muy perceptivos que se ufanen, hay cosas que la mente de un niño no puede procesar; y sin embargo lo saben todo, se dan cuenta de todo, aprenden y callan. Dios quisiera que aprendieran bien, pero es verdad que la mayoría de las veces, lo aprenden todo mal.
Pocas veces me permití el abandono a mí mismo. Cada quién tiene sus dolores bien puestos en el tuétano y no es papel de nadie el sacarlos. Pero desde que tengo hijos, e incluso antes, cuando la idea de ellos se hacía más real cada vez, cuando me sentí listo para el terrible reto de ser papá, supe que no quería ser un papá como el mío, no por nada, digo, no por él, de él no tengo queja alguna; por mí, porque no quería que mis hijos fueran unos hijos como yo. Supe que quería evitar en la medida de lo posible, que el alma de mis pequeños sufriera algún desgarro en sus primeros años, y en los siguientes si me seguía siendo posible. Sé que no mantienen en la memoria mis gritos cuando me sacan de quicio, pues al instante después me sonríen con esa luz tan suya que les sale de la carita mas hermosa del mundo. Quiero imaginar que mi papá sentía lo mismo cuando mi hermano y yo lo mirábamos así, tan alto y tan fuerte y con esa voz que estremecía al hablar y con esa barba negra y con esos lentes enormes que hacían parecer que sus ojos podían ver a través de tu alma. Quiero pensar que mi papá se murió feliz de tener los hijos que tuvo, pero yo no me quiero morir hasta saber que mis hijos van a ser felices conmigo o sin mí.
Puedo pecar de ser el más egoísta, pero si en este mundo existe algo que no puedo soportar, es ver a alguien haciéndose daño, a alguien que me importa y que quiero. Y lo que más quiero en la vida es que la gente sepa que no importa que los pingos se los lleven, que la fuerza de imponerse un comportamiento a voluntad está ahí. No quiero ver a mis hijos sufrir, si ellos sufren, sufro yo, y yo no quiero sufrir. Si eso me hace egoísta, bienvenido sea el epíteto. Todos los días lucho contra mis demonios que me piden que coma otra hamburguesa, que me quede cinco minutos más dormido, que tome un taxi en lugar de caminar, que deje para mañana lo que debo hacer ahora, en fin. Todos los días me despierto a ver a mis hijos dormir tan tranquilos como quiero que sea siempre. Todos los días saludo: "buenos días, alegría" al amor de mi vida, porque sé que la dicha más grande que me ha permitido vivir Dios es el despertar todas las mañanas a su lado. Todos los días quiero decirle a mi mamá que la quiero y que es la influencia más importante en mi vida, aunque sea por un mensaje. Todos los días siento la necesidad de crecer con ellos, con todos.
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Wild men who caught and sang the sun in flight,
And learn, too late, they grieved it on its way,
Do not go gentle into that good night.
Albert Camus y su profunda sabiduría, inspiradora de las más intensas palabras del apego (para mí), me ha hecho advertir, tiempo ha, que no es sencillo ser un pasajero más, ni tener como destino el olvido. Dylan Thomas lo sabe y en "Do not go gentle into that good night" eriza la piel al pronunciar las palabras más cargadas de dolor filial de las que tenga memoria. Seguidas de cerca por "Hombre preso que mira a su hijo".
El punto es que, por mucho que una quiera estar bien y sentirse bien, no se está del todo tranquilo cuando algo falta. Soy un hombre tranquilo que aprecia el silencio, pero al momento de escribir, no puedo ser un tipo de pocas palabras, lo siento, intento explicar com palabras lo que atribula a mi cucharoncito. La intensidad de una pérdida súbita no es comparable, por ningún motivo, al desgastante y tremendamente 'rompemadres' chipi-chipi de una pérdida anunciada. No es lo mismo morir de un tajo de espada justiciera al cuello, que esperar la eternidad que tarda una gota continua en ahogar.
Tengo una madre sumamente valiente. Yo la admiro. Es mi ejemplo a seguir y la imagen que tengo de ella, es la que quiero que tengan mis hijos de mí en su momento, no ahora ni en pocos años, eso sería mucho pedir. Lo que quiero decir, es que mi madre peleó por sus hijos de la manera en que mejor pudo, quiso o creyó. Y yo se lo agradezco. Le agradezco el que, aunque ni yo ni mi hermano nos hayamos podido dar cuenta, nos haya salvado del pantano. Le agradezco el que, a pesar de saber ya la verdad a esta edad adultísima que tengo, no pueda tener ni un solo recuerdo negativo de mi padre, ni una sola pelea, ni un solo grito, ni una sola bofetada. Lo que yo recuerdo de mi padre es siempre una sonrisa y unos grandes cachetes rosados cubiertos de pelo que me decían que yo era como una campana: "tan-galán-tan-galán".
Tal vez por eso, su ausencia incomprendida fue un poco más llevadera para mí. Hay cosas que algún día tendré que platicar largo y tendido con mi hermano, porque la diferencia de cuatro años de vida es en realidad toda una vida. Yo era un prepúber cuando mi papá se murió. De cirrosis. Lo entendí aunque no del todo. Y entre todas las cosas que aún me duelen y que no van a dejar de doler nunca, está el no haber entendido cómo es que mi hermano lo entendió. Yo tenía doce años y una vergüenza tremenda de decir: "mi papá se murió porque tomaba mucho", es más, con una vergüenza tremenda de decir: "mi papá se murió, punto". No me pidan entenderlo porque ni siquiera yo lo sé. Ahora soy un adulto y sé que la muerte es algo natural, infinitamente doloroso e inevitable, pero natural; pero en ese entonces, hace dieciocho años ya, yo no quería que mis amigos se enteraran que mi papá se había muerto, yo no quería que nadie supiera que me estaba doliendo, y de qué manera, el alma. Yo quería que mis amigos me entendieran y que supieran lo que yo sentía. Quería -y es la primera vez que exteriorizo esto- que se murieran los papás de todos mis amigos para no estar solo en el ojo de este dolor que me quemaba por dentro.
El día que se murió mi papá bajé junto con mi hermano a jugar futbol con los cuates de la cuadra. Metí dos goles y corrí como desesperado por todos lados. En la noche lloré como nunca en la vida, solo. Y no estaba solo, mi mamá y mi hermano y Dios estaban conmigo, pero yo estaba inmerso en esta ola creciente de pena que era incapaz de verlo.
Ahora no me imagino qué ni cómo habrá sido todo ese proceso para mi hermano, que en ese entonces tenía ocho años. Menos puedo imaginarme, en este momento, cómo sería algo así en un niño más pequeño, o en una niña, según sea el caso. Por muy inteligentes que sean, por muy perceptivos que se ufanen, hay cosas que la mente de un niño no puede procesar; y sin embargo lo saben todo, se dan cuenta de todo, aprenden y callan. Dios quisiera que aprendieran bien, pero es verdad que la mayoría de las veces, lo aprenden todo mal.
Pocas veces me permití el abandono a mí mismo. Cada quién tiene sus dolores bien puestos en el tuétano y no es papel de nadie el sacarlos. Pero desde que tengo hijos, e incluso antes, cuando la idea de ellos se hacía más real cada vez, cuando me sentí listo para el terrible reto de ser papá, supe que no quería ser un papá como el mío, no por nada, digo, no por él, de él no tengo queja alguna; por mí, porque no quería que mis hijos fueran unos hijos como yo. Supe que quería evitar en la medida de lo posible, que el alma de mis pequeños sufriera algún desgarro en sus primeros años, y en los siguientes si me seguía siendo posible. Sé que no mantienen en la memoria mis gritos cuando me sacan de quicio, pues al instante después me sonríen con esa luz tan suya que les sale de la carita mas hermosa del mundo. Quiero imaginar que mi papá sentía lo mismo cuando mi hermano y yo lo mirábamos así, tan alto y tan fuerte y con esa voz que estremecía al hablar y con esa barba negra y con esos lentes enormes que hacían parecer que sus ojos podían ver a través de tu alma. Quiero pensar que mi papá se murió feliz de tener los hijos que tuvo, pero yo no me quiero morir hasta saber que mis hijos van a ser felices conmigo o sin mí.
Puedo pecar de ser el más egoísta, pero si en este mundo existe algo que no puedo soportar, es ver a alguien haciéndose daño, a alguien que me importa y que quiero. Y lo que más quiero en la vida es que la gente sepa que no importa que los pingos se los lleven, que la fuerza de imponerse un comportamiento a voluntad está ahí. No quiero ver a mis hijos sufrir, si ellos sufren, sufro yo, y yo no quiero sufrir. Si eso me hace egoísta, bienvenido sea el epíteto. Todos los días lucho contra mis demonios que me piden que coma otra hamburguesa, que me quede cinco minutos más dormido, que tome un taxi en lugar de caminar, que deje para mañana lo que debo hacer ahora, en fin. Todos los días me despierto a ver a mis hijos dormir tan tranquilos como quiero que sea siempre. Todos los días saludo: "buenos días, alegría" al amor de mi vida, porque sé que la dicha más grande que me ha permitido vivir Dios es el despertar todas las mañanas a su lado. Todos los días quiero decirle a mi mamá que la quiero y que es la influencia más importante en mi vida, aunque sea por un mensaje. Todos los días siento la necesidad de crecer con ellos, con todos.
And you, my father, there on the sad height,
Curse, bless me now with your fierce tears, I pray.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Vainilla con:
accidentes,
Albert Camus,
amar,
apego,
bloqueo,
Cat Stevens,
contrafactuales,
Dylan Thomas,
emo,
existencia,
gritos,
hombres,
nostalgia,
palabras,
papá
lunes, 14 de enero de 2013
... Solo, di sol a los ídolos ...
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Yo soy, para todos los efectos prácticos, un fanático de los palíndromos. Para mi fortuna o desfortuna, también soy un procastinador crónico. Yo soy, buenísimo para hacer palíndromos, y sin embargo, debido a esta características tan funesta, siempre los dejo a la mitad.
Después del mal chiste y las malas referencias que esto le puede traer a mi persona, quiero contar una historia sencilla acerca de un hombre extraordinario. De un hombre extraordinario o de un ídolo simple. Depende cuál historia te guste más.
Mi capacidad temporal de ir al cine se ha visto disminuida de manera drástica desde que mis bebés están con nosotros. Incluso antes, su tamaño inconmensurable dentro de la panza de Astrid nos hacía difícil el aguantar una película en los incómodos asientos de Cinemex, a menos que fuera una sala VIP, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.
Por cierto, la semana pasada se anunciaron las nominaciones al oscar, y entre algunos comentarios escritos y dislatados al respecto, la película "Una aventura extraordinaria" (Mefisto diefne a los distribuidores y sus cerebros inexistentes), -que mentes más elucubradas osan llamar "la vida de Pi"-, no lograba captar mi atención más allá de lo que lo haría un trasero plano frente a mi vista en el metro. Hablaban del virtuosismo del creador del tigre en CGI, del libro en el que se basa la historia, del libro en el que se inspira el libro en el que se basa la película, del curioso caso del doblaje en español con acentos indios cual Kwik-E-Mart, etc. Sin embargo, la premisa de un niño a la deriva en el Océano Pacífico, flotando en una balsa con un tigre de bengala, no era especialmente mi idea de una película divertida.
Hablando del poco tiempo para ir al cine, he de decir que debemos seleccionar con mucho cuidado qué películas se merecen en verdad el privilegio de ser vistas por mí y mis ojos miopes. Tal fue la circunstancia, que el sábado se alinearon los planetas y Astrid y yo pudimos escaparnos por la noche. Entre el arrastre que El Hobbit (que merecería otro post, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión), y las semanas previas a que se estrene todo lo nominado al oscar que no se ha estrenado, no quedaban muchas opciones, así que decidí darle una oportunidad al mentado Pi.
Debo reconocer que yo pensé que Pi era el tigre, for some reason. Fue una buena noche de sorpresas, ya que desde que el cine se encargó de antojarme una -iukkk- Pepsi en su nueva botella (que sí está bien bonita), hasta la falta de tráileres al inicio, me hizo pensar que esta vez se venía algo bueno. Y resultó una película y una aventura y una vida que me tuvo atento todo el tiempo. ¿Por donde empezar? Cierto es que me valen madre los spoilers o no spoilers, así que aquí va:
Richard Parker es la onda, el tigre se llama Richard Parker. Por un error en los formularios del zoológico o algo así, el punto es que, el que conservara ese nombre por error, y que Pi lo siga llamando así todo el tiempo, es sencillamente un detalle delicioso. Ya encarrerado, Pi, obviamente es el niño, que no es ardilla, es muchacho, digo, no es niño, es muchacho; y su nombre completo es Piscine Molitor Patel. Traten de decir Piscine en un inglés con acento indio y verán que también es demasiado gracioso, de-ma-sia-do, hilarante, a un pelín de llegar al nivel bully. Un guiño deslumbrador a los idiotas que ponen nombres idiotas a los niños, arruinándoles la vida. Además, Pi lee "El extranjero" de Albert Camus.
La manera en que Pi se libra del bully y se vuelve leyenda es genial. Conociendo millones de dígitos de Pi (3.14157...), se gana la admiración de los compañeros de escuela y, ya lo demás de esa etapa es confuso, porque en cuanto aparece en escena Richard Parker, todo cambia. Claramente, autoasignado como espejo de Pi, Richard Parker es letal pero a la vez protector, temerario pero temeroso. Al final, no sabemos qué es realmente lo que mantiene con vida y ¿sanidad? a Pi, si el miedo que tiene de que Richard Parker se lo coma, o las ganas que tiene de ganarle la batalla por el terreno.
A media película, las frases estremecedoras caen como cascada:
- "Sé que es un tigre, pero aún así esperaba un cierre".
- "¿Quiere entonces una historia en donde no salga nada que nunca se ha visto?".
- "En ambas historias hay un naufragio, yo pierdo a mi familia y sufro, ¿cuál de las dos prefiere?" ... "Lo mismo sucede con Dios".
- "Sobre todas las cosas, nunca pierda la esperanza".
- "Me rindo, ¿qué más quieres de mí?".
- "Amma, Appa, Ravi, estoy contento porque pronto los veré de nuevo".
- "Gracias Dios por la vida que me has dado. Estoy listo".
La vida de Pi es una historia de Dios, de fe, de fe perdida y de esperanza sin ídem. Desoladora es la escena de Pi lanzando una lata con un mensaje de auxilio al agua quieta, y ver por eternos, eternísimos segundos cómo la lata se queda a dos metros de él, flotando simplemente ahí, inexorable. Increíble y eye-opener la isla fantástica (copia descarada, por cierto, de Perelin y Goab de Michael Ende), el reino de las suricatas, la gran ballena saltadora. Aterradoras hasta el hueso las aletas de tiburón esperando un error, el más mínimo e insignificante por parte de Pi.
En fin, un placer verdadero significó el ver esta película. Mis daddy-issues se dispararon a su máxima expresión y dos pares de gotas salieron de mis ojos (verdes, hermosos), al mismo tiempo que el escritor en ciernes, buscando la historia que lo inmortalizaría, se convence de la existencia de Dios. ¿Cómo dudarlo cuando la respuesta tiene que venir desde adentro? ¿Cómo dudarlo cuando se nos ha dado todo el poder de entender el exterior? ¿Cómo dudarlo cuando se el orden de los factores no altera el producto? En todos los casos, estamos aquí, ahora, y somos felices.
Por Ende ...
¡¡¡ letem bi lait !!!
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Yo soy, para todos los efectos prácticos, un fanático de los palíndromos. Para mi fortuna o desfortuna, también soy un procastinador crónico. Yo soy, buenísimo para hacer palíndromos, y sin embargo, debido a esta características tan funesta, siempre los dejo a la mitad.
Después del mal chiste y las malas referencias que esto le puede traer a mi persona, quiero contar una historia sencilla acerca de un hombre extraordinario. De un hombre extraordinario o de un ídolo simple. Depende cuál historia te guste más.
Mi capacidad temporal de ir al cine se ha visto disminuida de manera drástica desde que mis bebés están con nosotros. Incluso antes, su tamaño inconmensurable dentro de la panza de Astrid nos hacía difícil el aguantar una película en los incómodos asientos de Cinemex, a menos que fuera una sala VIP, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.
Por cierto, la semana pasada se anunciaron las nominaciones al oscar, y entre algunos comentarios escritos y dislatados al respecto, la película "Una aventura extraordinaria" (Mefisto diefne a los distribuidores y sus cerebros inexistentes), -que mentes más elucubradas osan llamar "la vida de Pi"-, no lograba captar mi atención más allá de lo que lo haría un trasero plano frente a mi vista en el metro. Hablaban del virtuosismo del creador del tigre en CGI, del libro en el que se basa la historia, del libro en el que se inspira el libro en el que se basa la película, del curioso caso del doblaje en español con acentos indios cual Kwik-E-Mart, etc. Sin embargo, la premisa de un niño a la deriva en el Océano Pacífico, flotando en una balsa con un tigre de bengala, no era especialmente mi idea de una película divertida.
Hablando del poco tiempo para ir al cine, he de decir que debemos seleccionar con mucho cuidado qué películas se merecen en verdad el privilegio de ser vistas por mí y mis ojos miopes. Tal fue la circunstancia, que el sábado se alinearon los planetas y Astrid y yo pudimos escaparnos por la noche. Entre el arrastre que El Hobbit (que merecería otro post, pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión), y las semanas previas a que se estrene todo lo nominado al oscar que no se ha estrenado, no quedaban muchas opciones, así que decidí darle una oportunidad al mentado Pi.
Debo reconocer que yo pensé que Pi era el tigre, for some reason. Fue una buena noche de sorpresas, ya que desde que el cine se encargó de antojarme una -iukkk- Pepsi en su nueva botella (que sí está bien bonita), hasta la falta de tráileres al inicio, me hizo pensar que esta vez se venía algo bueno. Y resultó una película y una aventura y una vida que me tuvo atento todo el tiempo. ¿Por donde empezar? Cierto es que me valen madre los spoilers o no spoilers, así que aquí va:
Richard Parker es la onda, el tigre se llama Richard Parker. Por un error en los formularios del zoológico o algo así, el punto es que, el que conservara ese nombre por error, y que Pi lo siga llamando así todo el tiempo, es sencillamente un detalle delicioso. Ya encarrerado, Pi, obviamente es el niño, que no es ardilla, es muchacho, digo, no es niño, es muchacho; y su nombre completo es Piscine Molitor Patel. Traten de decir Piscine en un inglés con acento indio y verán que también es demasiado gracioso, de-ma-sia-do, hilarante, a un pelín de llegar al nivel bully. Un guiño deslumbrador a los idiotas que ponen nombres idiotas a los niños, arruinándoles la vida. Además, Pi lee "El extranjero" de Albert Camus.
La manera en que Pi se libra del bully y se vuelve leyenda es genial. Conociendo millones de dígitos de Pi (3.14157...), se gana la admiración de los compañeros de escuela y, ya lo demás de esa etapa es confuso, porque en cuanto aparece en escena Richard Parker, todo cambia. Claramente, autoasignado como espejo de Pi, Richard Parker es letal pero a la vez protector, temerario pero temeroso. Al final, no sabemos qué es realmente lo que mantiene con vida y ¿sanidad? a Pi, si el miedo que tiene de que Richard Parker se lo coma, o las ganas que tiene de ganarle la batalla por el terreno.
A media película, las frases estremecedoras caen como cascada:
- "Sé que es un tigre, pero aún así esperaba un cierre".
- "¿Quiere entonces una historia en donde no salga nada que nunca se ha visto?".
- "En ambas historias hay un naufragio, yo pierdo a mi familia y sufro, ¿cuál de las dos prefiere?" ... "Lo mismo sucede con Dios".
- "Sobre todas las cosas, nunca pierda la esperanza".
- "Me rindo, ¿qué más quieres de mí?".
- "Amma, Appa, Ravi, estoy contento porque pronto los veré de nuevo".
- "Gracias Dios por la vida que me has dado. Estoy listo".
La vida de Pi es una historia de Dios, de fe, de fe perdida y de esperanza sin ídem. Desoladora es la escena de Pi lanzando una lata con un mensaje de auxilio al agua quieta, y ver por eternos, eternísimos segundos cómo la lata se queda a dos metros de él, flotando simplemente ahí, inexorable. Increíble y eye-opener la isla fantástica (copia descarada, por cierto, de Perelin y Goab de Michael Ende), el reino de las suricatas, la gran ballena saltadora. Aterradoras hasta el hueso las aletas de tiburón esperando un error, el más mínimo e insignificante por parte de Pi.
En fin, un placer verdadero significó el ver esta película. Mis daddy-issues se dispararon a su máxima expresión y dos pares de gotas salieron de mis ojos (verdes, hermosos), al mismo tiempo que el escritor en ciernes, buscando la historia que lo inmortalizaría, se convence de la existencia de Dios. ¿Cómo dudarlo cuando la respuesta tiene que venir desde adentro? ¿Cómo dudarlo cuando se nos ha dado todo el poder de entender el exterior? ¿Cómo dudarlo cuando se el orden de los factores no altera el producto? En todos los casos, estamos aquí, ahora, y somos felices.
Por Ende ...
¡¡¡ letem bi lait !!!
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