domingo, 16 de noviembre de 2008

... MISERIA ...

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Está en línea desde la semana pasada mi aporte a Cineen. A su derecha se pueden encontrar el link a la portada de la revista electrónica y debajo el link directo a mi columna. En el remotísimo caso de que no lo hayan leído ya, aquí se los presento.




MISERIA.
(Yo les envié el archivo sin faltas de ortografía, para ojos sensibles, mejor leer aquí que allá).


Él estaba en la cima, era su momento de gloria y nada podía frenarlo ya. Sentía que podía comerse al mundo trozo por trozo, mordida por mordida debido a su fama adquirida a fuerza de empujones y tenacidad, no necesariamente por su talento, que lo tenía sin duda, pero sus fans no estaban realmente interesadas en eso. Lo que buscaban era una salida momentánea a sus frustraciones amorosas, y en él la encontraban. Todos los días, excepto los jueves, tenían su dosis de sacarina aderezada con miel de maple. Una foto cursi con letreros de tarjeta de San Valentín y un texto a veces corto, a veces largo, a veces con un ligero tinte erótico, muchas de las veces con una innegable veta romántica; pero la mayoría de sus textos escondían la realidad, una misoginia galopante que encontraba cierto placer en los halagos recibidos por parte de sus fans. Él sabía que de sus más de trescientos lectores diarios, al menos el noventa y cinco por ciento eran mujeres, mujeres jóvenes de entre diecisiete y veinticinco años que al ver sus fotos y leer sus textos suspiraban, aunque no entendieran el trasfondo, eso no importaba. Lo que a él le hacía gozar sobremanera era el saber que, a pesar de insultar la inteligencia femenina con cada palabra, sobajar a todo el llamado sexo débil con cada frase y prácticamente humillar a sus lectoras llamándolas arrastradas y necesitadas, a pesar de todo eso, ellas amaban sus textos. ¿Cómo podía ser eso? Él no tenía la respuesta, pero le encantaba, por Dios que le encantaba. Cinco años con cuatro meses duró el idilio entre él y sus fans, fans que iban y venían pero cuyo número se mantenía constante. Un día, el servidor donde se alojaba su página web colapsó, había opciones, sitios gratuitos o incluso conseguir un nuevo servidor no debía costarle más que un par de días, pero de pronto sintió que el mundo se cerraba para él. Sin aviso, sin despedida y lo más importante de todo, sin los jugosos ingresos de publicidad de Google, él se deprimió.

Ella jamás tuvo un momento glorioso. Ni siquiera en la escuela, ni siquiera en el tae kwon do, ni siquiera en el trabajo, ni siquiera entre su familia. Y no era fea, era hermosa de hecho, por así decirlo. Piel blanca, cabello castaño y ojos claros de una indefinible tonalidad entre verde y marrón. Una cicatriz le atravesaba el rostro por el lado derecho mutilando su simetría. Desde pequeña, su madre creyente de mitos y supersticiones y estudiosa de la frenología, le había dicho que el accidente en el que se vio envuelta cuando bebé, trastocaría su vida futura. Esa gran cicatriz la hizo insegura, tímida en el salón de clases y por ende de mediocre desempeño escolar. A pesar de su notorio defecto físico, nunca tuvo apodos, ni siquiera por antonomasia, su paso por la vida de los demás fue tan gris y poco relevante que el mundo parecía simplemente ignorar su existencia. En el tae kwon do logró llegar al tercer dan de cinta negra basándose en su empuje y en su tenacidad, poco debido a su talento, que lo tenía sin duda, pero la inseguridad lastimera que arrastraba desde su infancia le impedía demostrar todas sus cualidades. A pesar de haber llegado a ese alto grado en su disciplina, su nombre no figuró en ningún diploma ni en ninguna medalla. Era como si nunca hubiera estado ahí. El único recuerdo que le quedó fue un desgastado dobok con manchas amarillas bajo los brazos, y una raída y deslavada cinta negra con su nombre en coreano colgada en una pared. Su trabajo en el Tok’s no la absorbía ni le preocupaba en especial. Todos los días, excepto los jueves, era la misma rutina. Despertar a las cinco de la mañana, bañarse, ponerse ese duro uniforme azul que se pegaba a sus curvas y rosaba sobremanera, trabajar con una sonrisa perfectamente olvidable de siete de la mañana a tres de la tarde tratando con señoras que quieren comer mucho y pagar poco, con hombres gordos y sudorosos que tratan de tocarle la mejilla o acariciar sus piernas mientras ella debe permanecer ecuánime y apartarse lentamente pero siempre con la sonrisa en los dientes. Por la tarde ejercicio en casa, televisión y dormir sin soñar y todo otra vez. Un día el gerente del Tok’s la notó. No sabía su nombre pero le dijo que su sonrisa no era ya suficiente, que si quería conservar su empleo debía salir con él. Ella recogió sus cosas, en silencio se marchó, él la olvidó y ella se deprimió.

Él y ella no tenían nada en común a simple vista. Sin embargo estaban unidos por un deseo más allá de lo que por sus simples y acaso patéticas vidas se podría descifrar. Eran los jueves. Los jueves en que él no publicaba textos ni fotografías. Los jueves en que ella dormía hasta medio día temerosa de salir de la cama. Los jueves que para él sólo tenían razón de existir por ser el día en que olvidaba su desprecio por las mujeres y se entregaba desde temprana hora a un festín cinematográfico en el cineplex de la calle Central. Los jueves en que ella no tenía ningún lugar a donde ir, ni amigas que visitar, ni familia que llamar, mucho menos amantes con quien gozar. Los jueves en que él amaba con gran pasión a Nicole Kidman, a Monica Belucci, a Kiera Knightley, a Catherine Zeta-Jones, a Julia Roberts y a Natalie Portman. Los jueves que para ella eran días de abandono total a los placeres audiovisuales y al pecado de la gula, días de pasar de una sala a otra en el cineplex de la calle Central y días de comer kilos de palomitas y beber litros de refresco sin preocuparse por el ejercicio vespertino, para eso habría tiempo y seis rutinarios días más de la semana. Los jueves en que él se sentía alto y delgado como Eric Bana, sofisticado como George Clooney, poderoso como Brendan Fraser, bien parecido y con carisma como Robert Downey jr. Los jueves en los que ella sentía los abrazos de Brad Pitt y Tom Cruise, se sentía princesa como Anne Hathaway y se divertía horrores con Wil Farrell. Los jueves en que él buscaba en el cine la inspiración para sus historias, donde la gente no le molestaba pues cada quien está concentrado en sus propios asuntos y no pone demasiada atención a su alrededor. Los jueves en que ella se sentaba en la fila más baja y en la butaca de la extrema izquierda. Los jueves en que él prefería la última butaca a la derecha de la última fila. Los jueves en que ella iba al cine, no únicamente por disfrutarlo, sino porque era el único lugar en donde podía pasar el día sin atormentarse en sus pensamientos y sin que las demás personas la vieran todo el tiempo sola y pensaran que estaba loca. Los jueves en que ambos se encontraban, sin saberlo, frente a su destino. Los jueves en que ambos, sin estar conscientes de ello, se iban acercando cada vez más. Los jueves en que él, como movido por un acto reflejo, se recorría una butaca hacia el centro, o una fila hacia abajo. Los jueves en que ella, por una absurda coincidencia, se sentaba una butaca hacia el centro o una fila hacia arriba.

Pero llegó el día en que ambos se vieron en la necesidad de faltar a su rutina. Y no era jueves, era martes. A él no le parecía tan descabellado ir al cineplex de la calle Central ese día, jamás lo había hecho pero la idea no le molestaba; deseaba ver esa película y de cualquier manera, no tenía mayor cosa que hacer de ese día en adelante. A ella la idea le provocaba antipatía, y hoy que era martes de enchiladas potosinas; era sencillamente inconcebible el olvidar su día a día así tan de repente, el enfrentarse a la calle dos días antes de lo habitual la asustaba. Fue ese martes en que los constantes y casi inadvertidos acercamientos rindieron frutos, cuando las luces se apagaron, él y ella se encontraron en la fila de en medio de la sala siete del cineplex de la calle Central, justo a una butaca de distancia. Separados por un ente invisible que se antojaba tan corpóreo que costaba enormidades el voltear la cabeza, él hacia la izquierda y ella hacia la derecha. De pronto el silencio roto por el implacable sonido institucional de THX, los acordes iniciales de una pieza sublime para piano, una trompeta y la frase que cambiaría por completo y para siempre el significado de sus vidas: "Uno no está totalmente acabado mientras tenga una buena historia para contar y alguien que lo escuche".

La leyenda de 1900 era la película con la que se habrían encontrado. La historia de su historia en sí misma y de ese alguien capaz de salvar al otro del abismo. Una película de dos historias diferentes unidas por el presente de un trompetista, la historia del pasado y la del presente / futuro que se desencadenaría a partir de un encuentro por demás fortuito. Como el que sucedía en ese instante en la fila de en medio de la sala siete del cineplex de la calle Central. El ente invisible se esfumó de pronto y ambos lo sintieron. Los anteojos de ella caídos a media nariz, completamente empañados y ligeramente ladeados, sus orificios nasales aumentaban su tamaño, hinchándose, y luego decrecían al ritmo de su respiración entrecortada. Los ojos de él fijos en la cicatriz que a ella le mutilaba el rostro, pero que en ese momento, en ese lugar, le parecía la más fantástica demostración de que la belleza más delicada se hallaba frente a si, y que era menester hacer algo al respecto. Ella lo sentía también, lo intuía, acaso lo deseaba. Se miraron, los dedos largos y torcidos de él cruzaron la frontera de la butaca vacía, las manos redondeadas con dedos chatos y uñas despintadas de ella los imitaron y por fin se alcanzaron.

Él, el que odia con profundo desprecio a las mujeres, el que se divierte enamorando quinceañeras por internet, el que se burla de las féminas en su cara sin que ellas lo noten, el que se creía émulo de Alfie, él estaba ahí, inmóvil, sujeto de la mano de una extraña y con la mirada clavada en sus ojos. Ella, la mujer invisible, la de la existencia gris, la que menos de veinticuatro horas antes había perdido su trabajo esclavizante, la que lloró mientras di Caprio se hundía congelado en el Atlántico, ella estaba ahí, completamente sonrojada pero deseando mantener este momento fijo en su memoria para siempre.

El cineplex de la calle Central los había unido sin intención. Pero al instante él supo que tal encuentro no podría ser de ninguna manera un accidente. Max el trompetista lo había dicho todo; él, vacío y sin un lugar donde desplegar su cuestionable arte, aún tenía mucho que decir, muchas historias que contar, muchas ideas que expresar, y la musa estaba junto a él, la veía, podía escuchar los latidos apresurados de su corazón y lo más importante de todo, ella lo veía a él, era real, existía y lo estaba tocando, y él la sentía de una forma que había olvidado hacía años ya. Ella, por el contrario, tenía miedo; nunca en toda su vida un hombre le había tocado la mano así, con el deseo contenido en la inocencia, y sintió calor, era la segunda vez en dos días que sentía con esa intensidad, las insinuaciones de su ex jefe lo provocaron por primera vez, un calor repentino subiendo desde sus piernas hasta el centro de su pecho abrasándola por dentro; tenía ganas de correr, de esconderse en una oscuridad diferente a la de la sala siete, correr y esconderse sí, pero sin soltar la mano de ese extraño.

Y lo hizo así, parecido, pero sin correr. Ella, por primera vez desde que amaba el cine se levantó antes de que los créditos concluyeran, le gustaba leer la mayor cantidad de nombres que pudiera, aún cuando los olvidara pocos segundos después, mucha gente había trabajado para hacer posible esa película, pero ese día nada más importaba. De la mano de ella, él se dejó llevar, la siguió en ese andar felino que habían visto juntos, a trece filas de distancia uno del otro en Malena, Él sabía lo que iba a pasar, lo anticipaba permitió que pasara, aún al salir de la sala siete tuvo un último chance para acobardarse, ella necesitaba entrar al baño antes de partir aunque matara el momento mágico, pero al mismo tiempo les daba a ambos la oportunidad de volver a su vida indiferente. Ella pudo no haber salido en horas, él pudo no haberla esperado, pero no pasó ni lo uno ni lo otro; ella no se reconocía en el espejo, su sonrisa se mostraba confidente y llena de toda la seguridad que le había faltado desde hacía más de veinte años, pensó que no podía prescindir de los anteojos, la miopía no se lo habría permitido, pero al mismo tiempo le daban un cierto parecido a Maggie Gyllenhaal y le otorgaban ese toque sensual y perverso que toda la vida le había faltado. Él estaba nervioso, desde la secundaria no había intentado siquiera seducir a una mujer en la vida real, lo hacía con singular alegría en el messenger, pero esto estaba pasando de verdad, tenía miedo, miedo de no responder a las expectativas, de no estar a la altura, de ser eyaculador precoz, cuando se masturbaba frente a la computadora el objetivo era terminar lo antes posible, y hacía muchísimo tiempo que no estaba con una mujer.

Perdido en esos pensamientos estaba él que no se dio cuenta del camino que habían tomado, cuando recuperó el sentido de la ubicación ya estaban en casa de ella. Sin hablar sus cuerpos se acercaron torpemente, por la mente de ambos pasó la misma escena: Billy Bob Thornton y Halle Berry desesperados cada uno con su propia fatalidad, entregados por el puro deseo, del más bajo infierno al paraíso. Así como él y ella, dos seres en las antípodas uno del otro, que por lo mismo parecerían complementarse de manera adecuada. El misógino y la sumisa, el conquistador y la chica tímida. Juntos se pierden en la pesadilla que esa noche han creado. Hoy son uno, pero mañana, ninguno de los dos querrá olvidar su vida pequeña, quizá él más que ella, o tal vez no.

En el momento del orgasmo ella lo mira fijamente y dice: “¿Cuánto dolor debes sufrir? Tu cuerpo dolido por manos que jamás fueron tuyas”. Él se queda frío. De golpe viene a su mente uno de sus primeros textos, su primera fan y su primera conquista por internet. Otro pensamiento lo invade de forma angustiante: Kathy Bates en Misery, pero es tarde. Siente el golpe seco en el rostro y después, la oscuridad y el silencio, diferentes de la oscuridad y el silencio de hacía unas horas en la fila de en medio de la sala siete del cineplex de la calle Central, pero tan parecido.

Tan parecido ...






¡¡¡ letem bi lait !!!

1 comentario:

Anónimo dijo...

waaawawa
creo que la gente espera para que vuelvas a escribir escribir para tu blog... xD (yooo en primer lugar!)

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