miércoles, 2 de octubre de 2013

... Everybody knows that the dice are loaded ...

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No es que me guste escupir pa'rriba, a mí. Pero la semana pasada me enteré de algo que simplemente no puedo dejar pasar. Todo lo acontecido no es más que el resultado de una sociedad podrida hasta los huesos, llena de todas esas personas indignas que con un movimiento de cabeza y un dedo flamígero señalan y atacan a quienes osan no pensar como ellos. Me desvío. Pero lo cierto es que en todo caso, la culpa no es del indio, sino de quien le compra la sencillez.

Porque no es lo mismo concursar por una plaza en el gobierno, que someter a dictamen a una obra literaria en un concurso más amañado que las derrotas de lópez obrador -según lópez obrador-, que solicitar un aumento de sueldo, que, ¡carajo! pedir unas chingadas vacaciones a las cuales todo mundo tiene derecho conforme a la ley. En esta sociedad de huevos podridos -me niego aún a afirmar con todas sus letras que los podridos son mayoría en este país-, importa más la palabra de un cabrón que el esfuerzo y el trabajo de todos los demás. En esta sociedad de complicidades y compadrazgos, la gentuza escucha lo que dice un gûey que se supone tiene mucho poder y lo toma como cierto. En esta sociedad de iletrados y analfabetas funcionales, uno ya no puede confiar ni siquiera en las letras escritas en piedra.

A principios de este año, una buena amiga de la familia comentó sobre un premio que cierta editorial mundial y la tienda que más libros vende en este país otorgaban a las llamadas "letras nuevas". Que yo entendí como que era una oportunidad de mostrar mi trabajo a un jurado, o de menos a un dictaminador profesional sin arriesgarme al devastador rechazo cara a cara, además de que "letras nuevas", y el hecho de que las bases abrían la participación a todos los escritores de habla hispana residentes en territorio mexicano, me hacían pensar que lo único que se tomaría en cuenta para elegir al ganador era la calidad de la literatura.

Iluso. Sé muy bien que mi obra puede no ser la mejor de las ciento noventa y una que participaron, quizá ni siquiera sea de las diez mejores, es más, seguramente es la peor en calidad de todas las que se presentaron. Sin embargo mis aspiraciones siempre son las más altas. Cuando escribo no quiero ser un E.L. James. Cuando escribo quiero ser un Philip Roth, aunque muy en el fondo sepa que saldrá algo peor que lo de James. O no. La verdad es que estaba muy emocionado por el resultado de un trabajo hecho hace algunos años, pero revisado y re revisado y aumentado y mejorado con el paso del tiempo.

Mucho más aún cuando compré y leí de un plumazo la novela ganadora de ese mismo premio el año pasado. Un relato soso y con poco sentido, que además no estaba -para mi gusto exquisito- escrito de una manera novedosa y sensacional. El libro ganador del año pasado era una novela regular, pero eso sí, consistente y adictiva. Nada del otro mundo. Por lo mismo me emocioné más y pensé que mis letras tenían la suficiente calidad para competir por igualar ese logro.

Pero mucho menos lo creí cuando supe, prácticamente al principio del proceso, que el ganador del año pasado, es el hijo menos famoso pero más talentoso de un grande de la literatura y la historiografía nacionales. Un autor ya publicado por la misma editorial que ofrecía el premio, por cierto.

En fin, llegó el día de conocer a los finalistas, y como mis peores pesadillas lo habían vaticinado, ni el nombre de mi novela ni el mío estaban entre ellos. Ni hablar dije, para adelante, a otra cosa mariposa, mi obra queda libre para competir en otros concursos y en otros certámenes, incluso para ser llevada directamente a un dictaminador. El corre electrónico con la invitación para la gala de premiación no fue sino un recordatorio de mi fracaso y lo ignoré.

Hasta que me enteré de lo que había pasado en la ceremonia. El jurado, extasiado con la calidad literaria y la gran manufactura de la obra que eligieron para obtener el premio, abrió la pilca, solamente para encontrarse con un par de nombres. Sí. Imperdonable. Las bases claramente especificaban que no serían aceptadas obras escritas por más de un autor. Imperdonable para los autores sí, ya que los nombres que aparecieron fueron los de dos autores no tan nuevos, y sí, ambos publicados anteriormente por la editorial que convocó al premio. Más imperdonable aún para la editorial el haber declarado desierto el premio, cuando en las bases claramente de obligaba a no dejar desierto el primer lugar. Imperdonable que autores encumbrados y experimentados hayan decidido o pasarse las bases por el arco del triunfo en un claro desafío de mandar al diablo a las instituciones, o simplemente mandaron algo sin hacerle el menor caso a las instrucciones, nefasto o estúpido, como sea. Imperdonable que la editorial se haya sacado de la manga que el premio de un millón de pesos era bueno para donar a los afectados de los huracanes y ciclones, porque, bueno, un millón de pesos le hacen muchísima falta a toda esa gente, pero un recibo deducible de una donación de un millón de pesos no le cae mal a nadie. ¡Imperdonable!

Como todo en esta sociedad de huevos podridos, las palabras de unos cuantos poderosos valen más que los hechos, que el trabajo y que el correcto seguimiento de las normas. Si todos aspiramos a lo mejor, hagamos lo mejor... hasta que un cabrón diga. Todo eso es y seguirá siendo hasta que uno se vaya. Uno u otro.




¡¡¡ letem bi lait !!!











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