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Que el sentimiento más horrible del mundo es el hambre, de eso no tengo duda ninguna. Hay veces en las que, mirando en la televisión o en revistas o en internet, imágenes de cuerpos perfectos y torneados, me da la sensación de que nunca voy a lograr verme mejor de lo que me veo. Soy hermoso, lo sé. Soy como soy y me amo y me gusto y el año pasado supe que tenía el poder en mis manos (y en mis mandíbulas cerradas) de tener un cuerpo genial. De gustarle más a mi amor y de gustarme más aún de lo inmenso que me gusto.
Pero hay otros sentimientos que, acaso no podría calificar como tales. Pienso que un sentimiento se arranca en la parte interna del ser, y luego se dispara a todos y cada uno de los poros del cuerpo, para después salir y ser compartido. ¿Cómo llamar entonces a una sensación que desgarra lo más íntimo del cuerpo para quedarse? ¿Cómo llamar a ese instante inmundo en el que tu felicidad no depende de nada de lo que hagas? ¿Cómo lidiar contra enemigos invisibles y etéreos, más etéreos que el propio sueño?
Mi Matingo ha sufrido de terrores nocturnos en estos últimos días. Su sonrisa al despertar por la mañana es el sol que ilumina cada día de mi existencia, y en ella no hay ni rastro de miedo, temor o soledad. Cuando Mateo sonríe se nota a leguas que es un niño feliz; hasta ahí mi mérito. Pero anoche que, por azares del destino funesto, tuve la gran oportunidad siempre bienvenida de quedarme solo con ambos bebés a la víspera de su hora de dormir. Mateo cayó cual tabla y Rodrigo se revolvió para enredarse en su cobija favorita antes de entregarse a los brazos de Morfeo. Por media hora. Mateo despertó (o más bien no despertó, se levantó) en un grito ahogado. Más escalofriante que los berridos que suele proferir cuando se cae o cuando tiene hambre en el día. Un llorar ausente, de ojos cerrados y lágrimas goteantes; un llorar de boca entreabierta y rictus de pena clavado en el rostro, de todas maneras hermoso.
Como ya lo sabía, lo único que tenía que hacer era consolarlo, pero la recién des-vigilia de Roi me hacían imposible el dejarlo en su cuna y simplemente acariciarlo. LO levanté y ni siquiera lo notó. Siguió con su sufrimiento ora silencioso, ora llorón; solamente se recargaba en mi pecho llenándome la camisa de las lágrimas más amargas del mundo.
No es como cuando llora después de haberse pegado en la cabezota por no entender que ya no cabe parado debajo de la mesa, no es como cuando grita exigiendo sus derechos alimentarios al tiempo que a sus papás se nos olvida que es un niño y que come, no es como cuando Rodrigo le quita su juguete favorito en turno haciendo aspavientos totalmente innecesarios y teatrales. Es como una daga helada clavada entre las sienes, es como unas manos más frías que el más crudo invierno cerrándose sobre la garganta, es como el cubo de hielo en los calzones corriendo por el Desierto de los Leones. No es un temor que inflama el pecho y hace crecer las ganas de correr a enfrentarse a la amenaza; es un terror que avanza lenta pero inexorablemente hacia eso que llamamos vida
La impotencia de no saber qué es lo que pasa y confiar solamente en el paso del tiempo y la calma que sólo puede proporcionar un buen abrazo de papá o de mamá. Sí, mis hijos me dan toda la paz y toda la felicidad del mundo. Sí, cuando estoy con ellos me siento el más feliz y pleno. Cuando ríen, cuando me preguntan qué tengo en la cabeza, cuando me enseñan sus dientes, cuando me roban mis dulces, cuando hacen caso omiso de mi llamado, cuando me convocan a sentarme a su lado, cuando me bromean, cuando vienen a comer de mi plato y de mi mano, cuando aprenden algo nuevo, cuando están de pronto de pie por su propio equilibrio, cuando hablan y se carcajean entre ellos; cuando son ellos mismos, sé que mi vida ha cobrado el mejor de los sentidos.
No hay más. Mi vida es de ellos y su felicidad es la mía. Por oposición, su sufrir es el mío. Yo trabajo todos los días para que mis penas no las sientan, pero el enemigo invisible, la diosa del tedio o el arquitecto de los escabrosos caminos nocturnos, son rivales difíciles de igualar y/o superar.
Y eso, eso que no podría ser capaz de definir, pero que hace salir mis lágrimas de sal, quizá no por los ojos, pero sí por el alma; eso, eso es millones de veces peor que el hambre. Sea o no un sentimiento.
¡¡¡ letem bi lait !!!
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2 comentarios:
Los besos, abrazos y miradas de papá son mágicas (necesarias y valiosísimas) SIEMPRE...
Dicen que tener terrores nocturnos es mejor que tener pesadillas, pues los terrores nocturnos no se recuerdan ni dejan secuela alguna en el niño... pero de cualquier manera preferiría tener yo mil noches de pesadillas que ver a mi Mateo llorando así una vez más... supongo que de eso se trata el ser mamá.
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